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De Ayer a Hoy

Roberto Grill: "Aprendí más en 34 horas en la balsa que en toda mi vida" 

Uno de los sobrevivientes del hundimiento del Crucero ARA General Belgrano en la Guerra de Malvinas habló con franqueza. Cómo se insertó en la sociedad tras el conflicto bélico. Y su pasión por el automovilismo.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

Una guerra tiene un impacto muy profundo en la psiquis de un excombatiente, afectando su bienestar emocional, cognitivo y social. Desde el estrés postraumático, pasando por algunos trastornos de ansiedad, depresión, desensibilización, remordimiento, problemas de relación y hasta conductas autodestructivas.

El tratamiento con especialistas en salud mental y la red de apoyo social son clave para la recuperación de estas personas. La terapia cognitivo-conductual, el apoyo de los grupos de veteranos y los programas de reinserción pueden hacer una gran diferencia en la calidad de vida. La causa Malvinas atravesó a toda una generación de jóvenes que puso mucho más que el cuerpo por la Patria.

Roberto Grill, uno de los sobrevivientes al bombardeo que terminó con el hundimiento del Crucero ARA General Belgrano, no solo resultó ileso de aquel episodio desde el punto de vista de su integridad física, sino también sorteó todos los escollos expuestos en el párrafo anterior. Encontró en su familia y en el automovilismo un salvoconducto y, en La Brújula 24, exteriorizó todas sus sensaciones, dentro de la columna “De Ayer A Hoy”.

“Soy de Villa Iris, mi papá era bandoneonista de Donato Raciatti en una orquesta uruguaya como la de Aníbal Troilo y mi mamá telefonista de Entel. Ellos se divorciaron cuando yo tenía seis años. Tuve una hermana, Mirta, que falleció con tan solo siete años víctima de una poliomielitis y posterior leucemia. Cuatro años después de su deceso llegué yo y tres más tarde Marcela que es docente”, rememoró Grill, al inicio de la entrevista.

Y añadió: “Hice primaria y hasta tercer año de secundaria en el pueblo, momento en el que vinieron mis tíos y me preguntaron si quería entrar a la Marina porque iba a ganar bien, laburar poco y jubilarme joven (risas). Como siempre fui un defensor de la bandera y el escudo, con 15 años decidí anotarme para entrar a la Armada, rendí y el 30 de enero de 1979 entré a la Escuela de Suboficiales de Mecánica Armada (ESMA)”.

“Era toda una decisión vivir en Buenos Aires siendo tan jovencito, fue un año muy difícil por el contexto que transitaba el país, sufrimos pérdidas de algunos compañeros. Se hizo un período selectivo preliminar que de 4 mil gendarmes quedamos solo 1280 y mi mamá me había dicho, con palabras más groseras, que había que tener mucho coraje para estar ahí y para no darle la derecha, aguanté los 45 días y bajé 17 kilos”, acotó con cierta melancolía.

No obstante, esgrimió que “a partir de eso me dieron la posibilidad de elegir la especialidad, algo que para mí era totalmente fascinante. El problema es que soy dicromata, que no es lo mismo que ser daltónico, porque confundo los colores por efectos de la luz. En teoría no podía hacer manejo de operaciones porque los contactos salen en la pantalla del radar de color verde y rojo, sin embargo me animé igual y ese año salí segundo mejor promedio en la ESMA, por apenas por 49 centésimas en la calificación final”.

“Es así que me enviaron al Centro de Instrucción y Adiestramiento en Operaciones y el 1° de enero de 1981 me tocó surcar las aguas en el Crucero ARA General Belgrano, navegamos durante todo el año y buena parte del siguiente, cuando sucedió la Guerra de Malvinas. El fin de semana anterior al 2 de abril de 1982, nos pidieron que no cambiemos la guardia, algo muy común porque estábamos amarrados cerca de Villa Iris y con mis compañeros que eran oriundos de más lejos hacíamos esos acuerdos”, rescató, con la verborragia que la caracteriza.

En paralelo, infirió que “cuando volví, me dieron dos días de arresto y nos enteramos que la orden de recuperar la soberanía en Malvinas era sin provocar bajas inglesas porque a los 150 años de la usurpación de las Islas se vencía la posibilidad de reclamar diplomáticamente. En 1983 era el momento de ese plazo, se recuperó Malvinas, se izó la bandera, fueron ellos los que produjeron la guerra y nosotros nos defendimos del ataque, más allá de que la decisión de (Leopoldo Fortunato) Galtieri fue desafortunada”.

“Recuerdo cada segundo del conflicto bélico, vi la muerte de cerca, tuve la fortuna de ser designado radarista en el puente de comando, con guardias de cuatro horas por ocho de descanso. El día que nos hundieron, tomé guardia a las 3:50, saludé a Juan Carlos Bollo, un caído bahiense, al que le había dicho que después del turno íbamos a jugar al truco. A las 4:01 impactó el torpedo en el Belgrano y en el sector del sollado, que eran una suerte de dormitorio, no quedó nadie. Me tocó ser el último radarista del Crucero”, exclamó Roberto con un dejo de consuelo.

Consultado respecto de los instantes posteriores al bombardeo, describió: “En el momento uno actúa por instinto, la Armada nos había capacitado muy bien, con una práctica de combate y una de abandono, teníamos 12 grados bajo cero de temperatura ambiente como si fuera un freezer y el agua tenía -3° como una heladera. Nos habían dicho que si nos mojábamos podíamos durar nueve horas y estuvimos 34 horas en la balsa porque nos ayudamos, nos dimos calor y auxiliamos a los compañeros que pudimos, pese a que vimos muchos fallecidos”.

“Toda persona que navega en un buque de guerra lleva ropa de abrigo, un toallón y una botella de líquido potable para beber, porque si alguien toma agua salada, le provoca diarrea y muere deshidratado. Había mucho humo y fuego y cuando volví después de intentar socorrer a otros compañeros, mi balsa ya no estaba, por ende tampoco el bolso. Junto a Nilo Navas y otros muchachos empezamos a compartir todo lo poco que teníamos, ahí se terminaron los grados, éramos todos lo mismo”, lanzó Grill, promediando su testimonio

Se vivieron momentos de zozobra: “Teníamos miedo, pero pusimos nuestra cuota de coraje. Nos hundieron a las cuatro de la tarde del domingo 2 de mayo y el primer avión lo vimos a las 9 de la mañana del lunes. Estuvimos todo el día esperando en el horizonte, pero teníamos olas de 12 metros y tenías que ir a la cresta para mirar. Encontramos una balsa vacía, a las 10 de la noche del domingo vimos una luz, teníamos una linterna y empezamos a hacer señas con código morse de SOS para que nos detecten”.

“Nos abrazamos, nos orinamos encima porque habíamos perdido sensibilidad en los pies y nos calentábamos el cuerpo uno al otro. Estábamos a 280 kilómetros del lugar más cercano de tierra firme y a las 2 de la mañana el buque empezó a rescatar uno a uno de las balsas. Navegamos a Ushuaia, donde llegamos el miércoles y de ahí en un avión a Bahía Blanca para quedarnos en Puerto Belgrano, posteriormente me dieron 12 días de vacaciones que los pasé en Villa Iris y luego de esa licencia seguí colaborando en Espora”, enunció con la certeza de haber puesto el cuerpo en aquella tierra austral.

Lo que siguió fue dramático: “Esas casi dos semanas en mi pueblo me apoyé mucho en mi familia y amigos, llegué a mi casa un jueves, esa noche y la del viernes no dormí. El sábado mi mamá me dijo que no podía ser posible que siga así, me acostó a su lado en su cama, me puso la mano en la cintura y descansé 12 horas seguidas. Tenía 18 años y evidentemente necesitaba de ese afecto para conciliar el sueño. En 1984, cuando podía firmar contrato para ser cabo primero, decidí no renovar e irme de baja el último día de ese año”.

“La reinserción fue muy compleja, cuando volvés de un lugar como ese le das valor a otras cosas, cualquier joven de 18 años está pensando en la ropa y el autito y a nosotros nos habían inculcado que uno duerme un promedio de ocho horas, es decir un tercio de nuestra vida. Aprendí más en 34 horas en la balsa que en el resto de mi vida, a dar la espalda sin ser traicionado, gracias a eso estoy vivo, no todos en la balsa éramos coincidentes en cuanto a gustos e ideologías, pero estábamos todos luchando para sobrevivir”, explicó Roberto. 

Los meses siguientes fueron durísimos: “El problema es que, como pibes, reaccionábamos de otro modo, para la sociedad éramos raros, los loquitos de la guerra y actuábamos como hombres de 25 años. En Malvinas aprendimos el valor de compartir frente a las carencias, son conceptos que a esa corta edad resultaban extraños, por eso no nos daban trabajo. Un claro ejemplo es que mi mamá trabajaba en Entel y no entré porque era Veterano de Guerra, pude hacerlo en una empresa a bachear una ruta pese a que en mi vida había agarrado una pala”.

“Después me tomaron en OCA mientras hacía en la nocturna los años que me habían quedado de la secundaria y el padre de mi compañero de banco, Fabricio Casini, era el gerente de ese correo. También me desempeñé un tiempo en la Armería La Navarra, hasta que en 1988 entré en el equipo de Ojo en la Ruta en LU2. Recuerdo que un día a las 10 de la mañana llamé a Alberto J. Ochoa y esa misma noche ya estaba leyendo el primer comunicado. Trabajé con Rubén Bernat, Francisco Javier Macchi, Juan Ponte, entre otros”, expresó Grill, respecto a un paso más que disfrutó en su vida.

El gusto por los fierros tiene un origen: “Mi pasión por el automovilismo se potenció durante unas vacaciones en Bahía Blanca, en medio de mi estadía en Ushuaia entre mediados de 1982 y finales de 1983. Mi papá había sido piloto de carreras y fui a ver una fecha del Campeonato Argentino, donde brillaban los Datsun. Quería ir al evento, pero no tenía plata para pagar la entrada por lo que pasé por un lugar donde decía que se necesitaban banderilleros, me atendieron “Chiche” Vitale y José Belardinelli, advirtiéndome que tenía que ir a todas las carreras de las categorías zonales. Empecé un 26 de septiembre de 1983 en el Bahía Blanca Automóvil Club, institución que me tocó presidir y de la que aún soy parte hasta el día de hoy”.

“En 2023, integré la lista de Diego Reyes como consejero escolar, ganamos las elecciones en Puan y como no me gustan los cargos, estoy trabajando en el equipo de Tránsito, viajando todos los días desde Bahía Blanca. Siempre tuve domicilio en mi pueblo, nunca lo cambié, salvo el DNI que a los 16 años me dio la ESMA, pero a los 18 lo renové puse Sarmiento 215 de Villa Iris. No puedo estar quieto, me encanta ir durante la semana a las 7 de la mañana a todos los distritos del partido. Los fines de semana me dedico al comisariato deportivo desde 2007 en distintas carreras de automovilismo fuera de Bahía Blanca”, dijo.

Sin embargo, halló un escollo para desempeñar su labor: “No puedo ejercer acá porque la Federación Regional N° 3 del Sudoeste estaba conducida por una persona que era secretario y manejaba las cuentas junto a su esposa. El domicilio no era coincidente con la entidad en que ejercía la presidencia y en realidad estaba fijado en la vivienda de él. Fuimos a Asamblea, presentamos como candidato a un señor con todas las letras como Enrique Benamo, nos negaron la posibilidad de participar porque teníamos a dos personas del mismo club. La Federación fue una vergüenza en la conducción, fuimos en contra de la entidad madre y por eso no puedo hacer comisariato deportivo acá y tengo que ir al sur o donde me llamen”.

“Nunca pensé qué hubiera sido de mi vida sin la guerra, pero me tocó estar en el lugar del conflicto bélico donde más gente murió, en el espacio más importante del buque, pude sobrevivir y me pasaron dos cosas. Cuando navegué en la Santísima Trinidad en 1984 me llamó el comandante para decirme que había fallecido mi papá y llegué a Ferrandi para enterrarlo. El 13 de julio de 2020, me llamó mi hermana para avisarme que había muerto mamá, en tiempos en los que uno no podía despedir al ser querido por la pandemia”, se lamentó, sobre dos episodios que lo marcaron.

Al epílogo, dejó un mensaje esperanzador para todos los que atraviesan episodios delicados: “Seguí adelante porque me gusta hablar mucho, comunicarme con la gente, pero además porque psicológicamente tengo el apoyo de mis amigos. Tengo buen humor y como se vive una sola vez, no hago nada que me quite conciencia cuando estoy despierto, no tomo ni me drogo. Ese es el mejor consejo que le doy a diario a mis hijos y mi máxima aspiración es que ese mensaje también le llegue a mis nietos”.

Locuaz, extrovertido y noble, son solo algunas de las cualidades que definen a Roberto Grill y lo pintan de cuerpo entero. Supo lamer sus heridas y canalizar el dolor, encontrando todas las opciones que existen para transitar por una buena senda. Solo unos pocos han exhibido tamaña resiliencia, un notable don reservado para quienes tienen las herramientas que les permitan mantenerse erguidos, sin perder la capacidad de ser un agradecido a la vida.

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