De Ayer a Hoy
El camino hacia el centenario de uno de los símbolos que enorgullece al bahiense
Un lugar que todavía nutre su rica historia. La transición entre lo que fue una lechería y se convirtió en un emblemático bar. Su actual dueño, lo describió: “Por la relación con los clientes, más que un negocio, somos una familia”.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco
Las grandes corrientes inmigratorias de fines del Siglo XIX y las primeras décadas del XX implicaron un arribo masivo de personas desde Europa, especialmente italianos y españoles. Se cree que entre 1880 y 1915 pusieron un pie en Argentina casi dos millones de extranjeros que llegaban para buscar un porvenir y la tranquilidad que un convulsionado Viejo Continente no les podía otorgar.
Bahía Blanca no fue la excepción. Una ola de nativos foráneos se afincó en un país que se había independizado poco tiempo atrás. Rápidamente, ese mayoritario grupo le imprimió su sello, con una contracción al trabajo y mucho esfuerzo que les permitió establecerse en nuestro país. Los que conocían y manejaban el idioma se pudieron adaptar más rápidamente a la cultura criolla.
Aún quedan en la ciudad algunas reminiscencias del pasado. No obstante, lo más destacado es el hecho de detectar aquellos espacios donde como parte de un legado casi natural, la descendencia asumió el timón de un barco que fue el sostén económico de los iniciadores de un camino que aún hoy persiste. Hoy, La Brújula 24 invita. Elige la mesa y les acerca a los fieles lectores de esta sección los pormenores del Café-Bar Miravalles.

“Mi nombre es Alejandro Miravalles, soy cuarta generación de este emprendimiento familiar. Mi bisabuelo se llamaba Eustaquio y fue el fundador del bar. Él llegó de España, más precisamente de un pueblo pequeño llamado Roa de Duero, junto a sus hermanos y mi bisabuela”, esbozó al inicio de su testimonio el entrevistado.
Y contó que “apenas pusieron un pie en Bahía Blanca, allá por inicios de 1920, montaron el negocio enfrente de la estación de trenes. En perspectiva, creo que la decisión fue sumamente inteligente porque le dijo a la familia que mientras hubiera movimiento en este sector de la ciudad, no les iba a faltar el pan en la mesa”.
“Inicialmente, el emprendimiento fue una lechería, se vendían 100 litros por día, una cifra enorme para la época. Estaba abierta las 24 horas porque a la madrugada llegaban trenes y había que abastecer la demanda. Los clientes, muchos de ellos ya no se encuentran entre nosotros, me comentaban que estaba siempre lleno y que la movida era muy grande”, enfatizó, en el primer tramo de la nota, la cual en su transcurrir iba a derivar en momentos únicos.

Inmediatamente describió aquello que sus ancestros le comentaron: “Toda la cuadra estaba repleta de negocios en la planta baja y hospedajes arriba, sobre lo que hoy es la Avenida Cerri, que era literalmente el centro de la ciudad. Allá por la década del 70 se transformó en el rubro que hoy todos conocen, unos diez años antes de que yo comenzara a trabajar en el lugar”.
“En aquel entonces era un café-bar casi exclusivamente visitado por hombres, un mundo distinto. Con el tiempo, esto cambió porque actualmente se convirtió en un espacio de encuentro familiar, tal es así que hay noches en las que nos ocurre que son más las clientas mujeres”, narró Alejandro, en vísperas de lo que iba a ser otra tarde-noche a salón lleno.
Consultado respecto de cómo fue criarse en ese entorno, reconoció que “de chico me traían muy poco. El tío de mi papá falleció en 1985 y todo recayó sobre los hombros de él. Terminé el secundario y me sumé al negocio el 6 de enero de 1986, este fue mi primer trabajo. Hacía de todo, desde lavar copas hasta cumplir el rol de mozo”.

“En 1990 estudié Ingeniería en la Construcción en la UTN, donde solo hice hasta tercer año hasta que decidí abandonar porque realmente no me daban los tiempos. Cuando mi papá falleció en el 2000, me convertí en la persona que llevó las riendas del local gastronómico”, esbozó, mientras su memoria lo seguía llevando a imágenes de antaño.
No obstante, admitió: “Si bien no era lo que más me gustaba, terminé tomándole cariño a este oficio. Con el tiempo y junto con mi esposa, le pudimos dar nuestra impronta al bar, respetando el estilo original, pero al mismo tiempo modernizándolo un poquito. Colocamos cuadros en las paredes, todos alusivos a otras épocas y mejoramos la iluminación porque desde afuera se veía oscuro. También hicimos mejoras en los baños y en el piso de la vereda, además de las tareas propias de mantenimiento”.
“La ubicación geográfica de nuestro local, para muchos, pudo haber sido contraproducente, más aún ahora con la escasa actividad de la estación de trenes. Además, nosotros nunca nos involucramos con otros rubros que funcionan en este sector y nada tienen que ver con lo que ofrecemos. Creo que este es el lugar indicado”, expuso, sin vacilar.

Asimismo, aseguró lo que para muchos era un secreto a voces: “El negocio está a la venta. Si bien no tenemos hijos, junto con mi esposa tomamos esa decisión de ponerle un precio y buscar un comprador porque estamos desgastados. Hacemos todo casero y nos está costando cada vez más porque el movimiento en el salón es incesante y no tenemos un día para descansar”.
“Es cierto que los sábados solo abrimos medio día y los domingos cerramos, pero esos días los dedicamos para comprar la mercadería y elaborar en casa. Hoy siento que ya no lo disfrutamos, el esfuerzo desde lo físico es muy grande”, recalcó Alejandro sentado en una de las mesas por la cual han pasado miles de bahienses y turistas de diferentes partes del mundo que no quisieron irse de la ciudad sin conocer este emblemático salón.
Luego, reveló no sentir ningún tipo de culpa por la decisión que tomó: “Puedo decir que estoy totalmente convencido de que, si viviera mi bisabuelo, mi abuelo o mi papá, todos estarían muy contentos de ver cómo funciona el bar. Cambió el perfil, hoy se convirtió en un lugar al que viene siempre la misma gente”.

“Hoy, los clientes entran y nos saludan con un beso, tanto a mi como a mi señora y los chicos que nos ayudan. Nos llaman por el nombre y cuando se van se vuelven a despedir con el mismo cariño con el que llegaron. Más que un negocio, somos una familia”, celebró con una sonrisa en su rostro, ingresando lentamente en el segmento final del mano a mano.
Cuando se le preguntó por la mística del Miravalles, subrayó: “Por acá pasaron muchas figuras y al día de hoy nos siguen visitando. Esa es una de las cosas que más nostalgia genera, pero también hay que saber soltar a tiempo. Quien venga detrás de nosotros lo seguirá manejando de la misma forma que hasta ahora, una fórmula que se ha ido manteniendo en el tiempo y dio resultados”.
“La gastronomía es un rubro desgastante, la gente piensa que cuando uno cierra a la noche se va a descansar. Cada día es un nuevo desafío y debemos estar preparados para satisfacer cada una de las demandas. Tenemos una mesa fija con un grupo de clientes fiel y de hace muchos años, incluso desde antes de que yo empezara a trabajar acá. Vienen todas las tardes, toman su copita y se van, como si fuera un ritual”, aclaró.

Historias sobran sobre el paso de celebridades en la edificación ubicada en avenida Cerri: “Mi papá siempre me comentaba anécdotas de cuando vinieron (Carlos) Gardel, (“Pepito”) Marrone, (Luis) Sandrini y Los Visconti. Mucha gente que conoce el lugar por primera vez me dice que se parece a San Telmo o Caminito, un perfil que desde lo visual los retrotrae a los bares de esos barrios porteños”.
“Hoy tenemos la estatua de Gardel (estuvo unos años en calle O’Higgins) sentada en la misma mesa en la que estuvo en persona cuando nos visitó”
alejandro miravalles
Al epílogo, Alejandro se remontó a lo que fue, quizás, el momento de mayor incertidumbre de este comercio centenario en su historia: “En febrero de 2020 nos tomamos tres semanas como habitualmente lo hacemos todos los años. Volvimos a abrir tres días antes de que se declare la cuarentena por la pandemia, compramos mercadería y llenamos la heladera”.
“Al principio creíamos que iba a ser algo pasajero, pero cuando se fue complicando la situación porque no había perspectivas para volver a funcionar, vivíamos al revés, mirábamos televisión de noche y dormíamos de día, como a la mayoría de la gente”, recapituló, antes de zambullirse en el relato de cómo se pudieron reinventar, al menos momentáneamente.
Así fue que no se quedaron quietos: “Casi a mitad de ese año nos decidimos a elaborar picadas caseras. Aún la seguimos vendiendo y tiene queso, jamón crudo, matambre, una ensalada caprese y berenjenas. Las publicamos en el Facebook del negocio y se generó una ola de pedidos que repartíamos por los domicilios o venían a buscar a nuestro departamento”.
“La reapertura fue paulatina, respetando el distanciamiento social, en nuestro caso con la ventaja de que no somos inquilinos y que nuestro emprendimiento es casi netamente familiar. Recién el año pasado, muchas personas mayores que estuvieron adentro por el Covid volvieron a salir de su casa y el primer plan fue venir al bar”, indicó, con el alivio de haber mantenido la cabeza fuera del agua en la adversidad.

Pese a que la decisión de dar un paso al costado está tomada, miran el futuro con un proyecto: “Si Dios quiere, el 23 de diciembre cumplimos 100 años, pedí permiso en la Municipalidad para cortar la calle por unas horas y poder ofrecer el matambre casero tan característico de nuestro local. Muchos bares de la ciudad han cerrado, otros se han discontinuado en el tiempo, pero la particularidad en nuestro caso es que siempre el lugar estuvo al mando de la misma familia desde su apertura”.
“El día que entregue la llave se van a unir la satisfacción del deber cumplido y la emoción de dejar el lugar al que tanto uno le dio. La idea es que el comprador siga manteniendo esta propuesta para, entre otras cosas, poder venir y disfrutar como cliente (risas)”, finalizó, con el gesto bonachón de un empresario que siempre tiró para adelante, con humildad y responsabilidad.
Hasta la apertura diaria antes del atardecer, las luces del salón se vuelven a apagar casi en su totalidad. Esa misma edificación que acuña historias de todo tipo cuenta con un magnetismo que hace difícil emprender la retirada. Sus deliciosas especialidades y la distribución de las mesas lo convierten en patrimonio histórico por el que todos imploran que cuando cambie de manos, mantenga su esencia, la misma que lo transformó en un clásico de Bahía Blanca.

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