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Falleció a los 83 años

El solitario final del femicida Barreda: nadie quería pagar los servicios fúnebres

El cuádruple femicida fue sepultado en el cementerio de José C. Paz. Ninguna persona se acercó a su entierro.

El acto final de la historia de Ricardo Barreda se pareció en algo a los cuatro asesinatos que cometió: no hubo testigos.

A su entierro podrían haber ido hasta cinco personas que no fueran mayores de 65 años o sin problemas de salud, que es la franja más vulnerable para el coronavirus. Pero no se acercó nadie.

El cuádruple femicida, que murió ayer a los 83 años en un geriátrico, fue sepultado en el cementerio de José C. Paz.

El cuerpo del ex odontólogo, que el 15 de noviembre de 1992 mató a su esposa, sus dos hijas y su suegra, permaneció en un cajón toda la noche en un depósito de la funeraria Siciliano Hermanos, rodeado de ataúdes vacíos y apilados. Sus encargados esperaron la documentación para trasladar el cajón en una ambulancia hacia el cementerio.

“Sos el primero que llama por Barreda. Su cadáver está acá. Nadie se está ocupando de los trámites. No habrá velorio. Ni sabemos a qué hora recibirá cristiana sepultura”, dijo ayer por la noche uno de los empleados de la funeraria. “¿Si me afecta estar ahora solo con el cadáver de Barreda? No. Es un muerto más”, aclaró.

-¿Estuvo alguien en el entierro?

-No, no vino nadie. Estaban sólo un sepulturero y dos personas que cargaron el cajón.

-¿Tampoco se acercó algún curioso?

-¿Curiosos? No. ¿Por qué dice eso?

-Nadie cercano visitó la tumba de Puccio, sólo fueron curiosos a sacar fotos.

-No. Y menos ahora con el aislamiento por la pandemia. Además costó que alguien se hiciera cargo de los servicios fúnebres.

-¿Por qué?

-No apareció nadie. No aparecía la documentación del Pami y al final se encargó el geriátrico donde estaba viviendo. El cajón era el más barato.

En la última etapa de su vida, en San Martín, otros vecinos se le acercaron y lo ayudaron. A veces lo invitaban a comer a sus casas. Pero en sus últimos meses sólo le quedaba un amigo cercano. Un nuevo amigo.

Era un músico de rock vecino de San Martín y lo ayudaba cuando el asesino vivía en una pensión de la que fue echado. Antes lo habían expulsado del Hospital de General Pacheco.

“Ibamos a comer juntos a una fonda los mediodías, lo visitaba en la pensión. Lo ayudé con los trámites del PAMI, era todos los días con él, hasta que se internó en el hospital”, relata. “Después se fue al hospital. Lo veía perdido en el Eva Perón, estaba mal. Me conocía nada más que a mí, preguntaba por mí. Le compré un alfajor, que tenía ganas de comer, una galletitas. Con la cuarentena lo perdí de vista. El viejo, la que hizo, la pagó”.

Barreda había sido trasladado al geriátrico el 10 de marzo por su cobertura médica, tras ser derivado del Eva Perón. “Estaba en un estado crítico. En un momento no podía levantarse más. Se quejaba de las escaras en la espalda”, recuerda su amigo. “No puedo más”, le confesó el femicida.

Se fue apagando sin hacer ruido, sin ser amado, olvidándose, día a día, cada vez más de sí mismo. Como si el que murió no fue Ricardo Barreda, sino el fantasma derrotado que había quedado de él.

(Fuente: Infobae)

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