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Por Leonardo Valente

El final de las Carreras “para siempre”

La conjunción de cambios acelerados en el mercado laboral, y también una conducta mucho menos aferrada a las elecciones en los milennials y las generaciones que los suceden plantean una serie de desafíos que la educación superior esta corriendo bastante por detrás, en el mundo, en el país y sin lugar a duda en nuestra ciudad.

Por Leonardo Valente, economista.

Terminar la secundaria, escuchar la vocación, buscar una carrera y dedicarse a eso hasta el día del retiro: Un plan habitual para nuestros padres y abuelos, pero que cada vez está más lejos de las expectativas, y sobre todo de la realidad que enfrenta un egresado de educación media.

La conjunción de cambios acelerados en el mercado laboral, y también una conducta mucho menos aferrada a las elecciones en los milennials y las generaciones que los suceden plantean una serie de desafíos que la educación superior esta corriendo bastante por detrás, en el mundo, en el país y sin lugar a duda en nuestra ciudad.

Si bien hemos visto a lo largo de este siglo florecer la cantidad de ofertas educativas sobre las que un estudiante puede realizar su elección, la calidad y sobre todo la compatibilidad con un mundo donde ya no existe una elección monolítica de carrera, sino un proceso continuo de elección de actividades y búsqueda de herramienta para desarrollarlas, viene corriendo por detrás a un mundo que, tras la pandemia, barajó y repartió de vuelta las condiciones en las cuales una persona se va a desempeñar laboralmente.

Por el lado de la formación terciaria, oscilamos entre propuestas de muy baja calidad que no garantizan una inserción laboral más allá de la cartelería de la institución oferente, infinidad de secretariados, carreras paramédicas e incluso parapoliciales que no ofrecen herramientas para incorporar contenidos en otra elección, y propuestas mucho más serias que quizá no tienen el apoyo, los recursos o la difusión que se merecen.

Por el lado de las universidades, sobre todo las que conforman el circuito público local, a las ya conocidas dificultades que implica la transición desde el secundario, o los horarios que dificultan la compatibilidad laboral se suman limitaciones que en muchos casos las exceden, o que se pueden corregir sólo de manera parcial: los planes de estudio envejecen con una velocidad inusitada, y cada vez es más común encontrar graduados desarrollando actividades que poco o nada tienen que ver con la instrucción recibida.

Abogados haciendo marketing digital, ingenieros trabajando de economistas o profesores de gimnasia manejando empresas de proyección internacional no son inventos de una imaginación afiebrada sino casos reales del medio local donde los profesionales se incorporan al medio con un conjunto de herramientas muy acotado para su tarea actual. A esta situación se suma otro elemento que cambia sustancialmente la perspectiva de valor universitaria: Muchos empleos de gran proyección, tanto económica como internacional, no requieren ningún tipo de acreditación, reválida o certificación, y mucho menos la suscripción a una colegiatura profesional… solo buen desempeño en la tarea ofrecida, muchas veces de manera remota.

Toda esta situación nos obliga a repensar la manera en la que formamos a los estudiantes actuales, a aquellos que quieren volver a aprender y especialmente a los que se van a incorporar en los próximos años. Una educación superior más flexible que incorpore, por ejemplo, herramientas como el sistema de doble carrera (mayor y menor, tan popular en las universidades anglosajonas y virtualmente prohibido a nivel nacional), permitiría que una persona no vea limitadas sus elecciones por el cuerpo inmutable de un formato de currícula consagrado hace bastante más de cien años, constituyendo un verdadero seguro de desempleo y enormes ventajas en su capacidad de adaptarse para quienes elijan la diversidad como eje de su formación.

Las carreras para siempre ya no existen más, no forcemos la continuidad de otras instituciones consagradas bajo ese paradigma.

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