informe especial
Oscar “Cacho” Bonino: “Jamás me acostumbré a la muerte de un prematuro”
Ya jubilado, a sus casi 70 años y tras una larga trayectoria como pediatra y neonatólogo, este cordobés de Vicuña Mackenna repasa su carrera y advierte: “Atravesar una puerta para anunciar lo peor fue siempre una situación desgarradora”.

Por Cecilia Corradetti / [email protected] / Especial para La Brújula24
A pesar de haber transcurrido gran parte de su carrera profesional rodeado de bebés prematuros que se debatían entre la vida y la muerte, Oscar “Cacho” Bonino, cordobés, bahiense por adopción, neonatólogo y ahora jubilado, advierte que jamás se acostumbró al dolor ajeno.
En un repaso de sus más de 40 años volcados a una especialidad sensible y compleja, recuerda que cuando un prematuro se “iba”, sentía más pena por la familia que por los bebés, carentes de todo nivel de conciencia, de existencia y de muerte.
“Sentí siempre que mucho más traumática significaba la muerte de un bebé para un adulto y fue así que he vivido situaciones enormemente movilizantes de las que nunca pude acostumbrarme ni insensibilizarme”, repasa.
“Abrir esa puerta para anunciar una muerte o abrir la de una habitación para preguntarle a una madre si deseaba tener en brazos a su hijo en sus últimos momentos, resultó siempre una situación desgarradora”, reflexiona este médico nacido en Vicuña Mackenna, el sur de Córdoba, el 1 de noviembre de 1953.
“Por el otro lado –acota– la pelea continua contra la muerte, en esa pelea me hice adicto a la adrenalina”.

“Esas situaciones de emergencia, de la urgencia ante la inminente muerte de un recién nacido, hacían situarme en un estado casi alucinógeno donde desaparecía todo lo exterior y solo me enfocaba en mis conocimientos, en mi conciencia y en mi instinto para luchar”, asegura.
Si todo salía bien, relata, la excitación no lo dejaba dormir y así permanecía durante las siguientes horas.
“Cuando todo sale bien es una felicidad inmensa y, al mismo tiempo, desgasta emocionalmente, familiarmente. Uno deja hijos, parejas, fiestas, navidades, cumpleaños…”, enumera.
La “Neo” del Hospital Penna, donde transcurrió varios años, lo acercaron a numerosas situaciones de pobreza y vulnerabilidad.
“Era común demorar meses en estabilizar a un bebé conscientes de que esa madre volvería a vivir en el vagón del tren. Eso generaba profunda angustia, la misma que sufrimos hoy muchos argentinos. La desigualdad genera impotencia, porque quienes hablan de igualdad son quienes, irónicamente, generan aún más desigualdad. De mi parte siento gran impotencia y excepticismo”, opinó.

–¿Cómo surge la Neonatología?
–Nací tras un parto domiciliario con 35 semanas de gestación y menos de 2 kilogramos de peso. Fue en Vicuña Mackenna, un pueblo de 4 mil habitantes y con un médico generalista. De alguna manera creo que el inconsciente ganó una batalla. Los prematuros y los recién nacidos en riesgo representan para mí verdaderos camaradas, compañeros de armas. Más allá de eso mi padre era farmacéutico y mis dos hermanos también médicos (mi hermana, además, farmacéutica y bioquímica). No había tantas carreras para elegir, creo que estaba destinado. A los 17 años me fui a estudiar a la Universidad Nacional de Córdoba en una época conflictiva, los años 70. El 6 de agosto de 1977 me entregaron el título.
–¿Dónde comenzó sus primeras armas?
–Como me recibí a destiempo, estuve un año adscripto ad honorem en un hospital de Córdoba. Murió mi padre y poco después rendí concurso y entré al Hospital de Niños de la Santísima Trinidad, también de Córdoba. Luego trabajé en Villa Nueva, una experiencia típica de pediatra de pueblo. Pasó un año y me enteré que abrían un concurso de posgrado en la Maternidad, de modo que allí hice mi posgrado de Neonatología. Fui jefe de guardia de la Neo con funciones docentes.
–¿Cómo llega a Bahía Blanca?
–Veraneaba en Monte Hermoso y llovía. Pedí prestado un auto y me vine al Privado del Sur, me entrevisté con el entonces jefe del servicio de Neonatología, el doctor Enrique Alda, quien me dijo que necesitaban un médico de guardia. Recuerdo que el sueldo que me ofrecían era sideralmente mayor que en Córdoba, así que no lo dudé y cerré mi ciclo en esa provincia para mudarme a Bahía Blanca. Entré también al Hospital Italiano, donde conocí a una persona enormemente importante en mi carrera, el doctor Rubén Álvarez. No lo digo solo por su experiencia y conocimientos sino por su figura paternal. Fue una persona capaz de dejar de lado cualquier ego y, aún a riesgo de perder prestigio, buscó gente más joven y actualizada para construir equipos.

–¿Cómo ingresó al Penna, principal centro de maternidad de una importante región?
–También gracias a él, que me convocó para armar un equipo donde todo estaba por hacer. En 1985 la “Neo” era un servicio con limitaciones: el 100 por ciento de los niños menores a 1,5 kilogramos de peso se morían por falta de posibilidades de atención. Fue Rubén Álvarez quien nos dio empuje, oportunidades y gestionó equipos para constituir una medicina mucho más moderna. En ese trayecto conocí profesionales que me ayudaron mucho, imposible nombrarlos a todos. Fuimos desarrollando un servicio moderno y eficiente. Subió el índice de supervivencia de prematuros, se trabajó mucho y se cobró poco. Fue, en parte, nuestro destino, pero nunca dejamos de ir detrás de ese sueño. Tiempo después se finalizó la Neonatología nueva en el Penna, una obra magnífica.
–¿Cómo completó su carrera?
–Seguí en la salud pública, siempre asociado a lo Materno Infantil. Pasé luego como responsable de Inmunizaciones de la Región Sanitaria 1 y luego me aboqué al Programa Materno Infantil, a la lucha por recuperar prácticas perdidas, al parto humanizado, a bajar el porcentaje de cesáreas, recuperar la lactancia materna, etc. Regresé al Penna y concursé para jefe de la unidad de Terapia Intensiva. Mientras tanto seguía en el Italiano como jefe del servicio de Neo, porque los médicos estamos condenados al poliempleo, hasta que en 2014 sentí que debía hacerme a un lado, estaba fatigado. Continué en el ámbito público. En 2016 me ofrecieron ser director de Región Sanitaria 1. Trabajé codo a codo con un gran compañero, Andrés Daglio, gran persona y gestor. Claro, siempre en medio de las dificultades que atraviesa la salud pública.

–¿Cuándo se retiró definitivamente?
–Con la pandemia, debido a la edad, tenía 67 años, ya no pude presentarme en el hospital y fue allí cuando tomé la decisión de jubilarme. Hoy solo voy al hospital en calidad de paciente. Nunca había tenido tiempo libre, de modo que lo llené de cosas postergadas, cantar en inglés, leer filosofía, disfrutar de hijos, nietos…
–Ya de vuelta ¿Cuál es su reflexión?
–A esta altura, uno avizora al futuro muy chiquito y al pasado, enorme. Eso suele generar angustia, pero así es la vida. Estoy conforme, siento que viví, que planté mi semilla, que dejé alguna huella. Puedo morir y decir que planté bandera, que aquí estuve.
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