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DE AYER A HOY

Villar: “Mi vida cambió en un instante de distracción, por pensar en los pajaritos”

Radicado en Tandil e insertado en la sociedad, “Carlucho” repasó su niñez en Pringles. Las secuelas de la caída en una carrera de Speedway en Europa. “Pasé seis meses sin salir de casa, mis amigos sentían vergüenza”.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

Un instante puede modificar el rumbo del resto de la vida de un ser humano. La suerte (buena o mala) si es que existe, sorprende a todos y cada uno de los que son objeto de un suceso relevante. Sin dudas, todos los mortales pueden intervenir con sus acciones en el margen de previsibilidad. En definitiva, en mayor o menor medida, asumir riesgos es parte del ADN de aquel al que le corre sangre por las venas.

Carlos Villar tenía el mundo en sus manos. Hizo el camino lógico para cumplir sus sueños y tiene en claro que los consiguió casi todos, no sin antes emplear altas dosis de sacrificio y esfuerzo. El hecho de haber sabido lamer sus heridas en el tramo más complejo lo convierte en un ejemplo total de resiliencia. “Carlucho” tiene ganas de contar los pormenores de ese derrotero, asumiendo que ya nada será igual a aquel 18 de octubre de 2003. A casi 20 años, La Brújula 24 rescató su testimonio.

“Nací en Buenos Aires en 1975, pero criado en Coronel Pringles. En esa época se estilaba que las mujeres de los pueblos viajaran a una ciudad más grande a tener familia, por eso en mi documento figura que soy porteño. Soy el mayor de tres hermanos y en mi niñez todavía no había llegado la era de la tecnología, por eso es que pasaba mucho tiempo en la calle, era bastante vago como se suele decir”, explicitó, al poner en palabras los momentos más recónditos de su pasado.

“Carlucho” evocó: “Me gustaba jugar al fútbol en el potrero, también pasaba varias horas con los autitos de colección y andando en bicicleta con mis amigos, con los que corríamos carreras. Ese fue el momento en el que le fui encontrando el gustito al desafío de la velocidad. Mi apellido materno es Fernandino, de la familia del ‘Chango’ (Esteban) que fue un piloto muy reconocido en aquellos años”.

“Mi abuelo apañaba todas mis locuras y era tío-abuelo de este popular corredor, cuyo padre se había dado el gusto de ganarle alguna competencia a (Juan Manuel) Fangio en la década del 50. Consumía revistas y lo que se podía ver de las carreras en aquel entonces, lo que hizo que se implante el bichito de la velocidad en mi vida. Todos los domingos, mientras se comían los ravioles se disfrutaba de las distintas categorías en las que participaba mi pariente”, sostuvo, en lo que se refiere al primer vínculo con la adrenalina que lo acompaña hasta el día de hoy.

En lo que respecta a su formación, detalló que “fui a una escuela técnica en doble turno con orientación agraria, más allá de que siempre me había gustado la parte metalúrgica y los motores, pero como mi familia tenía campo me estaba preparando para que lo administre. Sin embargo, el destino quiso que vaya para otro lado. Mis primeras carreras fueron en bicicross, con apenas siete años, totalmente amateur”.

“A la moto llegué gracias a la ayuda de mi abuelo y los ingresos que podía recoger durante los veranos en tiempos de cosecha, lo que me permitió ahorrar y comprarme un ciclomotor para ir a la escuela. A las dos semanas ya me estaba preparando para correr en el motocross zonal, con 14 años de edad y un ciclomotor de 50 centímetros cúbicos”, contó con nostalgia.

No iba a demorar demasiado el éxito: “Competí en esa divisional hasta que cumplí 20 donde llevaba adelante lo que se conocía como velocidad en tierra, sin derrapar, viajando por toda la provincia y con resultados que eran alentadores. En una ocasión, en General Lamadrid, Abdón Moris, que era un contrincante bastante acérrimo que tenía por aquel entonces, llevó una moto de Speedway de 200 centímetros cúbicos”.

“La observé y no podía creer la velocidad que desarrollaba, como tampoco la forma en la que se manejaba, a punto tal mi admiración que me acerqué y me ofreció para que la pruebe. El gesto me sorprendió, pero no dudé subirme, di esas primeras vueltas y quedé enloquecido con la adrenalina que generaba”, describió Villar, con el mismo entusiasmo de ese episodio.

No lo dudó y apostó fuerte por su sueño: “Pocos días después vendí mi moto de calle y me compré una de carreras, en un momento en el que ya estaba estudiando en Tandil, por lo que tenía que viajar regularmente a Bahía Blanca para competir en Speedway sobre una 200 cc. A partir de allí, todo fue vertiginoso porque salí campeón argentino a los dos años y salté a una moto de 500 cc., la cual compré con la recaudación de una gran cena que se pudo organizar”.

“Tenía dos opciones, adquirir la de Armando Castagna o la de ‘Poty’ Sánchez, elegí la de este último y al poco tiempo de haber iniciado esta nueva aventura tuve la suerte de ganar una fecha. Con esa temporada a cuestas y a la luz de los excelentes resultados, decidí juntar recursos e ir a probar suerte a Canadá, más allá de que el primero de los planes era intentarlo en Europa, donde ya había hecho algunos contactos”, recalcó Villar, en otro tramo de su testimonio con este medio.

No obstante, iban a aparecer imponderables: “Llegué a España y como se dice en el pueblo, ‘me colgaron la galleta’ y contratan a otros pilotos. En esos tiempos la comunicación no era tan fluida, solo había fax y recién aparecían los mails, por lo que no me podía quedar quieto y empecé a tejer contactos para conseguir dónde correr. Mis recursos económicos eran acotados porque tenía muchas ganas, pero pocos billetes (risas), por eso traté de lograr una posibilidad en Austria, Croacia, Polonia e Inglaterra”.

“Todas las respuestas eran negativas porque no tenía la plata para participar, hasta que me contacté con un piloto norteamericano que deportivamente había pasado muy desapercibido por Bahía Blanca. Era un hombre grande que ya no estaba a la altura del nivel que había en Argentina y que me ofreció su casa, los sponsors y ser parte del certamen en su país y en Estados Unidos”, afirmó “Carlucho”, a quien el sol le volvía a brillar.

Y apuntó: “La única condición era que tenía que llevar la moto, por eso viajé desde España a mi casa, desarmarla y regresar a Europa con las partes adentro de una valija, una verdadera locura. Luego llegué a Canadá, con escala en Inglaterra, pero más allá de esa aventura, tuve la suerte de salir campeón en el año 2000 y gané muchas carreras en USA. Eso fue lo que me abrió la puerta grande para volver a intentarlo en Gran Bretaña”.

“En 2003 cumplí el sueño del pibe que era competir con los mejores en las grandes ligas, algo que logré, por eso no tengo reproches para mí mismo. Ese año hice las 36 carreras en la Premier League, con la mala suerte de que en la última me caí por una distracción, por pensar en los pajaritos, que me provocó un traumatismo raquimedular”, añadió, el pringlense, radicado en Tandil y con muchos vínculos con Bahía Blanca, ciudad que suele visitar a menudo los fines de semana.

Su alma intrépida iba a encontrar un escollo casi insalvable: “Las consecuencias fueron una parálisis del 75% de mi cuerpo, en un momento de mi carrera en el que me había afianzado en Inglaterra, tenía todas las posibilidades de ya no volver. Me había consolidado no solo económicamente, sino también desde el punto de vista profesional y familiar tenía mi vida allá. Tenía programado ir a correr el Mundial de Speedway Indoor a Estados Unidos, pero esta contingencia cambió mi vida por completo”.

“Me quedé en Gran Bretaña un año más hasta que tuve problemas con mi visado y, de un día para el otro, por el tema de la legislación, debí partir ganándome una deportación porque a raíz del accidente, para ellos ya no era más un piloto. Las autoridades dictaminaron mi salida porque yo no tenía permiso para salir de Inglaterra y en el medio de mi recuperación viajé a España a una clínica para realizar unos estudios”, reconoció, suspirando aliviado tras aquel difícil trance.

No obstante, se excusó: “Considero que fue un tema de comunicación porque mi inglés no era del todo bueno. Fue inesperado y me costó mucho reinsertarme en Argentina, estuve unos cuantos días en Buenos Aires para acostumbrarme a mi condición, en una sociedad que no estaba tan evolucionada en materia de accesibilidad”.

“Cuando me instalé definitivamente en Coronel Pringles estuve seis meses sin salir de mi casa esperando que me vayan a visitar, mis amigos tenían vergüenza y me sentía muy opacado. No era fácil mirar a los ojos a la gente que había conocido durante toda mi vida, me causaba un conflicto emocional eso tan grave que había padecido. Me acompañaba mi familia más cercana y quien por aquel entonces era mi novia, una chica inglesa que vino un tiempo acá”, dijo, ingresando al tramo final del emotivo ida y vuelta.

Su fuerza de voluntad le permitió sacar pecho y pelearla: “Transcurrida esa etapa, inicié el camino de una vida más normal, dejando atrás la depresión que traía aparejado un accidente tan complejo. A medida que fui ganando la calle me picó el bichito de las carreras, lo que derivó en nueve años siendo corredor de midgets, logrando lo que tanto ansiaba que era hacer lo que me gustaba”.

“Me animé a irme a vivir solo, haciendo una vida lo más placentera posible, más allá de que no fue fácil convencer a los dirigentes para que me habiliten a participar como uno más de la categoría. Cumplí las metas, fueron unas 150 carreras en las cuales me integré plenamente, con buenos y malos resultados, pero siendo infinitamente feliz”, manifestó Villar.

Aún le queda un capítulo más por escribir: “Las ganas de volver a intentarlo están siempre, tengo el auto listo y hecho a nuevo en el garaje de mi casa. Estoy a 400 kilómetros y no es sencillo porque para encarar un proyecto serio se requiere de un poder adquisitivo que hoy no me permite llevarlo a cabo porque tendría que viajar una vez por semana y tengo mi trabajo acá que me insume tiempo”.

“Además, el año pasado estuve muy cerca de ser parte de una categoría a nivel nacional, pero finalmente se pinchó y es algo que tengo ganas de encarar porque entré en una edad de maduración donde la idea es hacer el último intento. Con casi 50 años, aspiro a sacarme las ganas y siento que ese momento está mucho más cerca de lo que la mayoría puede pensar”, cerró “Carlucho”.

Con el entusiasmo de comprender que aún queda mucho por hacer, el ímpetu de batallar por sus derechos y los proyectos que acuña en su mente, contagia esperanza en cada una de las palabras que pronuncia. Querido y respetado por los bahienses, demostró que lo más importante es soñar despierto, porque si uno pone fichas y esmero, esos anhelos que parecen lejanos se convierten en realidad.

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