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DE AYER A HOY

La primera docente bahiense que le dio más que un espacio a las personas ciegas

Rosa Lidia Czerniecki fue pionera en educación especial. Fundadora de la Escuela Nº 507, aún sigue activa como profesora del Instituto Avanza. “Me gusta hacer el bien y es mi energía lo que me hace seguir adelante”, refirió.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

En tiempos convulsionados, todas las personas de bien buscan aferrarse a aquellos ciudadanos que muestran altruismo y llevan adelante buenas acciones para ponderar que no todo está perdido. Es así que no hace falta hurgar demasiado para encontrar ejemplos de desinterés y empatía, incluso muchos de ellos caminando las mismas calles que cada uno de los desesperanzados.

Mucho más notable es el perfil bajísimo que asumen estos seres llenos de luz a los cuales, desde nuestro rol como periodistas, nos resulta hasta complejo convencerlos para lograr su testimonio, a raíz de la intención de mantenerse alejados de la ostentación. La educación posibilita rebelarse ante un sistema y es el único capital que permite igualar mirando hacia arriba.

Rosa Lidia Czerniecki fue una de las pioneras en especializarse en educación especial, en tiempos en los que poco se hablaba de ese tema, un tabú que positivamente quedó atrás. Alma mater de la Escuela Nº 507, brindó su afecto a niños ciegos o con disminución visual. En La Brújula 24 la idea es procurar conocer su obra, advertida por muchos a raíz de la labor docente en el Instituto Avanza, labor que aún la mantiene activa.

“Me dicen Rosalidia, todo junto. Soy de origen judío y en la época de mis padres se estilaba poner el nombre de alguna persona fallecida. Evidentemente lo heredé de alguna bisabuela. Tanto mi mamá como yo somos bahienses, pero mi papá es oriundo de Polonia. Él llegó de casualidad a esta ciudad, vino solo y escapado en un barco a los 12 años; ellos tuvieron cuatro hijos, yo soy la del medio entre dos varones que han sido brillantes. Eso, sumado a mi condición de mujer, no me favoreció demasiado, más allá de que mis papás eran luchadores y trabajadores”, comentó al inicio de la conversación en el living de su departamento del microcentro.

Sobre sus progenitores solo tuvo palabras elogiosas: “Ella había terminado el bachillerato y era una mujer muy culta y él estaba al frente de una fábrica de artículos de iluminación, fue todo un artesano en la confección de veladores y arañas. Más allá de eso, mi papá nunca llegó a montar lo que se dice una empresa, se movilizaba en bicicleta. Nací en mi casa de Soler al 300, no hubo necesidad de ir al sanatorio (risas), fui a la Escuela Nº18 que estaba en calle Lavalle y ahora se mudó a un edificio sobre General Paz. Luego, rendí un examen de ingreso para entrar a la Escuela Normal y egresé muy jovencita, con 17 años recién cumplidos”.

“Estudié piano como todas las chicas de aquella época y me gustaba mucho bailar, además de pasar buena parte de mi juventud con mis amigas de entonces. Desde siempre supe que quería ser maestra, jugaba a eso, a dar clases y por mi forma de ser germinaba mi interés desde chica hacia la educación especial. Debido a mi formación considero que estuve en la vanguardia, las inspectoras me decían que gracias a mi empezaron a tener una mirada más inclusiva e integradora”, resaltó, quien se encuentra tachando los días para celebrar sus 80 años de vida.

Solo un espíritu especial podría ir forjando lo que, con el paso del tiempo, fue: “La solidaridad y el compromiso siempre fueron valores que acuñé desde niña, por eso es que siempre valoré el hecho de hacer el bien. A los 18 años viajé, se podría decir de casualidad, para visitar a unos primos que no conocía y que vivían en Uruguay. Fue allí que conocí a la persona que al poco tiempo iba a resultar ser mi marido. Él era arquitecto y, a la vez, era un sobreviviente del Holocausto”.

“Se trataba de un joven que acababa de recibirse en la universidad y que sentía la necesidad de radicarse en Israel para ayudar a construir su país, una Nación que apenas tenía 17 años. En ese entonces, yo solo era maestra común y había empezado a estudiar educación especial, por lo que me dijo que, si nos casábamos, estaba dispuesto a esperar seis meses, para luego viajar, porque de lo contrario se iba inmediatamente”, describió, en relación a aquel momento que la iba a marcar para siempre.

Inmediatamente, resaltó: “Acepté esa propuesta, pero debo admitir que, por el tema de la distancia, en ese medio año antes de contraer matrimonio, si sumo los días, nos debemos haber visto solo un mes y medio con quien luego fue mi esposo. Se llamaba Meyer Milchiker, quien falleció hace casi 12 años y era una maravilla de persona, alguien muy humilde, con un espíritu muy solidario. Nos casamos en Bahía Blanca, en el Club de Golf de Palihue, y mis padres me dejaron irme con él a Israel porque estaban seguros que al poco tiempo iba a estar de regreso”.

“Y no fue así, pese a que no sabía el idioma, no entendía nada, encendía la radio y solo por la música podía distinguir si la melodía era árabe o hebrea. Estudié allá, él me lo había prometido y la verdad es que, pese a lo complejo del contexto, me pude adaptar rápidamente, a punto tal que me recibí y llegué a trabajar en la temática de discapacidad. Nuestras tres hijas nacieron en Israel y cuando la menor cumplió los tres meses volvimos todos a Argentina porque Meyer ya sentía que había contribuido a construir su país natal”, expuso, con la nostalgia de quien admiraba a la persona con la que caminó de la mano hasta hace 12 años, cuando partió de este mundo.

Asimismo, detalló que “fueron ocho años en el extranjero, regresamos a Bahía Blanca en 1972 y era como reencontrarme con mis raíces, aquí estaban mis padres. Me inscribí para trabajar como maestra especial y mi marido dio sus primeros pasos en lo que respecta a su profesión, para luego convertirse en una persona con mucho trabajo en lo suyo. Fui docente de escuela especial, no tenía problemas de ir a General Cerri a diario. Además, ejercí como maestra domiciliaria y sobre mi recaían los casos más complejos porque traía conmigo la formación universitaria en Israel”.

“El título en Argentina no me lo reconocieron y tuve que volver a estudiar, razón por la cual el primer tiempo trabajé como psicopedagoga en equipos porque no podía hacerlo en instituciones públicas. Me formé lo que más pude en discapacidad intelectual, asistencia educacional, capacitación directiva y técnica y estimulación temprana. El Centro Luis Braille vio la necesidad de crear una escuela y pidió que forme gente para trabajar”, comentó Czerniecki, promediando el ida y vuelta al cual todavía le faltaba el momento más sustancioso.

Y rememoró que “para ese entonces estaba trabajando en el caso de una nena de seis años que no veía y la habían apartado de la escuela común, destinándola a una maestra domiciliaria. La chica era muy estudiosa y empecé a evaluarla, hasta que, en una ocasión, tenía un cuaderno en el que hacía mis anotaciones. Me dijo que tenía una hormiga caminando arriba de las hojas, lo que me paralizó por completo porque al observar noté que el insecto estaba allí. Luego investigué y descubrí que su patología es lo que se conoce como visión tubo, como si pudiera mirar a través del agujerito de una aguja y si de casualidad embocaba, notaba la presencia de la hormiguita”.

“Viajé a La Plata, me recibí prontamente y con medalla, pese a que fue un momento de mucho sacrificio, con mis tres hijas pequeñas y la invalorable ayuda de mi marido. Regresé a Bahía y tuve el honor de fundar la Escuela Nº 507, algo que se dio por mi condición de ser una persona muy curiosa porque en todo el sur argentino no había profesionales que se especializaran en gente ciega. Los que nacían con esa condición eran adultos analfabetos porque nadie sabía cómo enseñarles, por eso mi primera población en el aula fueron jóvenes y adultos, los cuales muchos avanzaron hasta la Universidad”, infló el pecho con satisfacción.

Los desafíos estarían a la orden del día y ella estaba dispuesta a asumirlos: “Si bien para ese momento ya había más gente formada para dictar clases, me asignaron como directora, cargo que validé mediante concurso. El primer tiempo funcionamos en el propio Centro Luis Braille, una institución que nos acogió muy bien, pero que no estaba preparada para niños, con una mentalidad propia de ese momento. No es una crítica, pero sus paredes eran grises y no había un solo espejo ni ventanas, al punto que para que entre la luz se necesitaba abrir la puerta”.

“En coincidencia con ese momento, empezaron a nacer los bebés prematuros, con seis meses de gestación y de menos de dos kilos de peso que sobrevivían por el avance de la ciencia. Sin embargo, por su estadía en la incubadora a raíz de la falta de desarrollo de sus pulmones y corazón, requerían de mucho oxígeno por su problema cardiorrespiratorio. Eso les quemaba las retinas y quedaban ciegos, algo que no solo ocurría en esta ciudad sino también en el mundo, el nacimiento de bebés con esta patología. Los padres jóvenes, muchos primerizos, estaban desesperados porque nadie sabía nada hasta entonces”, manifestó, aún con la preocupación propia de aquella etapa de incertidumbre.

Por eso, se animó a buscar una solución: “Me puse a estudiar estimulación temprana, empezando a recibir a esos bebés a partir de los 45 días de vida. Sostener a la familia que le había nacido una criatura con esas características, con un futuro incierto y una limitación de por vida era todo un desafío para nosotros. Los papás de esos bebés empezaron a plantear, sin ponerse de acuerdo entre ellos, la necesidad de tener un edificio propio. Al principio me parecían ideas delirantes, pero luego me fui convenciendo porque veían que la escolaridad de sus hijos iba a continuar de por vida y pensaban en un futuro próspero”.

“Por unos meses estuvimos en el Colegio Claret que nos prestó unas instalaciones y al año y medio que la Municipalidad nos donó el terreno nos fuimos al edificio propio, en 14 de Julio y San Lorenzo, frente al complejo de Las Tres Villas. Hubo muchas cosas que confluyeron para lograr este sueño. La principal es que mi marido era arquitecto que empezó a investigar las características para una persona ciega porque al ingreso del aula se colocó una baldosa con una textura determinada y lo propio en el baño”, graficó, en referencia a la ardua tarea que se llevó adelante para acondicionar cada espacio para hacerlo lo más amigable posible.

Y proyectó en relación a lo edilicio: “También había vidrios en todas las puertas para ver desde afuera en qué está trabajando el chico sin interrumpirlo porque ellos tienen el sentido auditivo muy estimulado y podía dispersarlo. En las aulas en las que los maestros eran ciegos golpeábamos la puerta para ingresar porque no había ventana, al entender que no era justo que nosotros espiáramos lo que estaban haciendo sin que ellos lo supieran. Además, se pintaron muros blancos, con bolseados en la pared para que el chico con la palma de su mano pueda desplazarse”.

“Se construyó en tiempo récord y para esto ayudó toda la sociedad bahiense, por eso exigí que la escuela se llame “Comunidad de Bahía Blanca”, en la cual estuve 26 años. Luego, el Instituto Avanza necesitaba profesores, me presenté a concurso y hace 34 años que integro el staff de profesores para futuros docentes especializados en discapacidad visual, motora e intelectual. Hoy estoy esperando que la burocracia termine de recopilar toda mi documentación para poder jubilarme, pero es mi energía la que me permite seguir adelante”, aseguró Czerniecki, entre envalentonada y resignada.

Más allá de todo, nunca podrá quedarse quieta: “También me dedico a otras dos actividades ligadas a la solidaridad: soy payamédica y trabajé muchos años en el Hospital Penna, hasta que vino la pandemia. Además, hace unos tres años veía que en las escuelas especiales había chicos que no debían estar allí porque no había nada que haga pensar que tenían una patología. El problema es que más allá de eso, no lograban aprender porque en sus primeros años de vida no recibieron los nutrientes necesarios para su desarrollo cognitivo lo que los convertía en una discapacidad intelectual irreversible”.

“Al ver ese panorama, me aboqué a buscar algo para prevenir, por lo que es ahí que me convierto en socio-fundadora de una institución dedicada a madres embarazadas de alto riesgo y a niños desnutridos. Un equipo interdisciplinario que también componen asistentes sociales y psicólogos. Entre los grupos que vi, encontré uno que trabajaba muy estrictamente que es el que creó Abel Albino y se llama Conín”, aclaró.

Por último, reconoció que “si bien en algunas cosas no estoy de acuerdo con ciertos aspectos de esa Fundación, coincido en la forma y modalidad de trabajo para que los chicos tengan un seguimiento estricto, garantizando que cuenten los nutrientes para que logren salir adelante. En simultáneo, trabajo para una institución llamada Cepronisa que está en un espacio NIDO de Vista Alegre donde también nos dedicamos al abordaje de la desnutrición infantil”.

Resulta sumamente difícil evitar la emoción al repasar estas líneas porque cada frase esbozada por la protagonista recrea una historia cargada de factores propios de la lucha por los derechos de una serie de minorías que aún hoy siguen siendo reivindicados. La existencia de más mujeres como ella permitirá soñar con un mundo más equitativo.

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