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DE AYER A HOY

Roque Privitello, el joyero que comenzó de abajo y logró dejar un legado

Su llegada al país siendo niño desde Sicilia. El hombre que detectó su talento y le abrió una puerta a su vocación. Una enfermedad se cruzó en su destino. “Estos 60 años en este oficio fueron un sueño”, describió.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

Después de la Segunda Guerra Mundial, quien hoy está en el centro de la escena de este artículo dejó atrás sus raíces en Europa junto a su familia, buscando nuevas oportunidades en el extranjero. A pesar de los desafíos que enfrentó al llegar, pronto se destacó por su habilidad manual y su talento innato para la joyería y la orfebrería. 

Fue descubierto por un mentor comprensivo y apasionado, quien vio en él un potencial especial y lo guió en los intrincados caminos del arte de trabajar con metales preciosos. Desde sus humildes comienzos, se dedicó con fervor y dedicación a perfeccionar su oficio, ascendiendo desde las bases hasta convertirse en un maestro en su campo.

A lo largo de décadas de arduo trabajo y aprendizaje, forjó una reputación impecable como joyero y orfebre de renombre, ganándose el respeto y la admiración de sus clientes y colegas por igual. Su destreza y su atención al detalle hicieron que cada una de sus creaciones fuera una obra de arte única y excepcional. El entrañable Roque Privitello se confiesa en LA BRÚJULA 24.

“Soy nacido en Sicilia, pero no tengo recuerdos de mi niñez en Italia porque con solo cuatro años ascendí a un barco junto a mi familia para llegar a Argentina. Lo único que me acuerdo es verme subiendo a una escalera y algo que se caía, nada más”, indicó Privitello, en el inicio de una charla que tuvo una testigo de lujo: su esposa Nora.

Repasando la historia, contó que “llegamos acá con mis padres y mi hermana dos años menor. Arribamos a Bahía Blanca en 1950, después de que mi papá viviera los 8 años de la Segunda Guerra Mundial en el territorio en el que desembarcaron los norteamericanos y donde fue tomado prisionero”.

“Fueron más de dos años hasta que recuperó la libertad, meses en los que nada se supo de él. La decisión de dejar su tierra natal se fundamenta en que, como en toda posguerra, no había trabajo, sumado a que él si bien había recibido el alta como prisionero, le exigían presentarse en Sicilia, cosa que nunca hizo”, manifestó en relación a la valiente postura de su progenitor.

Asimismo, destacó con respecto a aquel contexto que “era una situación un tanto irregular, por lo que en el año 1950, con una ley que entró en vigencia en Argentina, recibió el llamado de su tío Rocco que vivía en Bahía Blanca. Eso lo habilitó a entrar al país, llegando a esta ciudad. Junto a mi mamá y mi hermana pudimos dejar Italia y nos instalamos en La Falda”.

“Mi papá tuvo todo tipo de trabajos, siendo el último en Metalúrgica Marchesi. En mi caso, hice la primaria en la Escuela Nº 29 de este mismo barrio, mientras en paralelo hacía dibujo en Artistas del Sur, que estaba abajo del Teatro Municipal”, evocó con suma nostalgia y una gran emoción.

No obstante, añadió que “a los 12 años un hombre de apellido Sardo, que era joyero y miembro de la cooperadora de la escuela vio los cuadros que había pintado y habló con mis padres para que trabaje para él, obviamente empezando desde abajo, barriendo el taller”.

“Cuando descubrí ese mundo, mi cabeza se abrió por completo. Allí me desempeñé hasta que me abrí camino por mi cuenta, ya con 36 años. En el medio, durante mi etapa de jugador de rugby, fui fundador del Club Palihue, en tiempos en los que ni siquiera había sede y luego tuve el honor de ser presidente de la institución”, dijo, con suma humildad y enorme orgullo.

Inmediatamente después, se sumergió en el momento más traumático de su vida: “Hace varios años me diagnosticaron sarcoidosis. La enfermedad es autoinmune, pero se me manifestó de un momento para el otro a raíz de mi profesión, como consecuencia de un error en el proceso de arenado”.

“Así fue que el sílice, el virilio y el amianto mal instalado sobre las planchas de mi espacio de trabajo, sumado a la ausencia de un extractor de aire en el lugar donde se hacen las prácticas propias de la joyería, fueron el detonante para que mi calidad de vida se complique”, detalló, con un tono de voz firme y pausado.

La situación se iba complejizando con el paso de los días por no dar en la tecla: “Acá en Bahía los médicos no daban pie con bola. Una de ellas, Betty Pérez, tuvo la humildad de reconocer que lo mejor para mí era hacer una interconsulta en Buenos Aires. En confianza, ella admitió que se iba a dormir y despertaba cada mañana pensando en mi cuadro, en mis síntomas”. 

“A punto tal que no quería medicarme con corticoides sin tener un diagnóstico certero porque, si bien iba a mejorar mi situación, no se sabría el motivo de mi deterioro. Se llegó a la sarcoidosis casi por descarte. Estuve en Buenos Aires prácticamente un mes, pese a que pareció más tiempo por lo intenso de esos días”, lanzó Roque, suspirando aliviado después de aquel mal trance.

Privitello empezaba una nueva etapa, buscando reinsertarse en su rutina: “Volví a mi casa, pero el período de rehabilitación fue prolongado. Venía un traumatólogo para ayudarme con movimientos de estiramiento. Mis gritos de dolor eran desgarradores. Fueron seis meses en los que me vine muy abajo, pero el aspecto positivo es que mis manos, que en definitiva es una herramienta de trabajo indispensable, nunca se vieron afectadas”.

“Una vez recuperado, tuve en cuenta aquello que me expuso a esta patología. Sin dudarlo un solo instante, puse en condiciones el taller, un espacio donde dejé una gran cantidad de recuerdos y en el cual hoy mi hijo lleva adelante su labor diaria”, enfatizó, haciendo foco en ese legado que ha dejado.

El doctor Juan Carlos Díaz Brarda entregándole un presente hecho por las manos de Privitello a su colega René Favaloro.

Promediando la nota, habló de sus sentimientos: “Me parece un sueño cómo transcurrieron estos 60 años de mi vida en el ejercicio de la joyería porque atesoro una infinidad de recuerdos, la mayoría de ellos hermosos. Dejar de incursionar en esta profesión trajo aparejado un gran bajón anímico porque se trataba de mi pasión y, como le suelo decir a mi esposa, era lo único que me gustaba y sabía hacer”. 

“Pese a ello, tengo tanto para agradecerle a Dios por haberme permitido sostener a mi familia que es mi gran refugio y orgullo que, cuando me pongo triste y esquivo disfrutar de tantas actividades, por dentro me digo a mi mismo que no puedo ser tan injusto”, apuntó, a modo de autocrítica permanente. 

Consultado respecto al sitio de privilegio que ocupó (y aún ocupa), le bajó el tono: “Mientras estuve en actividad fui entrevistado en distintas oportunidades y, en paralelo, se publicaron mis trabajos, los cuales estaban destinados a personalidades que visitaban la ciudad o que viviendo aquí eran distinguidos por diversos motivos”. 

“Realizar cada uno de ellos era muy gratificante, aunque todo lo que pasa por las manos de un joyero tiene historias de seres queridos, recuerdos o hasta el cariño del regalo en lo que encargan. Un claro ejemplo de esto lo vivía cuando invitaba a futuros esposos a presenciar cómo en el crisol se fundían las alianzas que sus abuelos les habían dejado”, aseguró, en un rapto de sensibilidad enorme. 

Y profundizó: “Luego les mostraba el lingote obtenido como resultado de ese proceso y posteriormente la tarea de estiramiento del material hasta casi terminar con el nuevo par. Esa es una sensación indescriptible desde el punto de vista simbólico, tanto para ellos que estaban por contraer enlace como para mí”.

“Lo mismo me ocurría al destinar un rato de mi tiempo para ayudar a una persona mayor que tenía guardadas algunas alhajas y quería entregárselas a sus hijos o nietos, otro momento de suma emoción observarlos en esa perfecta decisión de entregar en vida algo suyo”, advirtió Roque.

El desempeño de su actividad dejó huellas: “Las manos de un joyero están siempre estropeadas porque la tarea tiene varias etapas que así lo justifican. Desde fundir, hasta laminar, soldar y esmerilar, hasta el pulido final donde uno se ensucia con ganas. Aprendí en carne propia que se deben tomar medidas de prevención igual que en cualquier otro trabajo que en apariencia sería más riesgoso”.

“De cada error siempre se rescata una enseñanza, como me ocurrió con una clienta que trajo una alianza grande de diámetro y la cual era de su abuelo, pero que tenía intenciones de empezar a usar. Cuando vino a retirarla se enojó porque le entregué el trabajo terminado y le cobré la hechura más el oro”, infirió Privitello, al exponer una anécdota. 

Rápidamente, prosiguió con el relato: “La mujer exclamó ‘le traje un anillo mucho más grande’, lo cual era verdad pero era muy finito. Por esa razón, como era en su origen liviano, al fundirlo, tuve que agregar un gramo de oro fino porque la entrega pesaba menos de un gramo. Ahí aprendí que se debe pesar delante del cliente y probar lo que uno entrega”.

Roque Privitello es una muestra acabada e inspiradora de cómo la perseverancia, el talento y el amor por un oficio pueden trascender generaciones, creando un legado que perdura a través del tiempo. La admiración con la que lo observó su esposa durante toda la charla es un fiel reflejo de que su tránsito por este mundo está más que cumplido, aunque aún le queden más capítulos por escribir.

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