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Por María Candelaria Sasso

Relación entre presidencialismo, populismo y grieta en Argentina

Por María Candelaria Sasso, politóloga

Si nos remontamos a los tiempos en donde la Argentina, en particular, y Latinoamérica, en general, comenzaron a preguntarse bajo qué forma de gobierno se iban a formar como naciones debemos recordar la disputa federal- unitaria.

La forma adoptada por casi toda Latinoamérica fue un marcado federalismo inspirado en los principios normativos norteamericanos. La constante tendencia de los gobiernos federales en concentrar las competencias que le correspondían a los estados provinciales, muestra a las claras el primer antecedente de una fuerte concentración del poder. El caudillismo entra en escena. Esta región del planeta se distingue por el surgimiento de fuertes personalidades. 

Una vez establecidas las coordenadas de una República liberal, este federalismo se proyecta hacia un intento de coparticipación entre el gobierno central y las provincias. Estos primeros pasos de la experiencia federal, tuvieron como prioridad intentar resolver los conflictos económicos y sociales derivados del régimen colonial.

La primera gran cuestión en torno de cómo llevar a cabo este federalismo estuvo signada por la noción de la soberanía, es decir, por la distribución del poder entre el gobierno central y las provincias. La Constitución Nacional sancionada entre 1853-1860, refleja entonces, la adopción definitiva de una forma de gobierno federal, donde la división de poderes establece la limitación del poder.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX observamos que este joven federalismo va tomando un carácter un tanto hegemónico el cual queda demostrado en las continuas intervenciones federales que sufrieron las provincias de la ya formada Nación Argentina. Fue esta su primera gran contradicción. A su vez, la buena salud de este proyecto dependía, entre otras cosas, del poder electoral. Sin embargo, es necesario decir que este acontecimiento se vio teñido por grandes períodos de constante fraude electoral.

Ahora bien, es importante pensar que todo se puede mejorar y acondicionar según transcurran los años. Ese en definitiva debe ser el espíritu de una Nación.

En los albores del siglo XX, ocurrió una de las transformaciones más significativas del funcionamiento del principio federal: el presidencialismo. La ley Sáenz Peña sancionada en 1912, pero aplicada recién en 1916, generó el puntapié inicial para convertir al sufragio en el principal protagonista de nuestra democracia liberal.

Fue Yrigoyen quien interpretó que la soberanía democrática residiría en el Poder Ejecutivo. Se establece entonces un sólido vínculo entre el pueblo y el presidente. La figura de dicho mandatario reúne, así, la idea de federación y Nación. Es entonces, a través de las distintas ampliaciones del sufragio que se produce la entrada de las masas populares a la escena política.

En tal sentido, en la década del `50 se observa la incorporación social de clases históricamente desplazadas y de grupos relegados políticamente (voto femenino), logrando así generar fuertes canales de negociación entre el Estado y la sociedad. Se produce la institucionalización de las demandas sociales.  

Un poco más adelante, mediante diversos golpes militares, se observan períodos de ruptura democrática caracterizados por una violencia sistemática y una marcada criminalización de la protesta. La crisis económica -impulsada por las primeras medidas del neoliberalismo-; el fin de la guerra de las Malvinas, quitaron a la cúpula militar la mínima legitimidad que podían conservar desde algunos sectores de la sociedad. La etapa del terror parecía llegar a su fin.

La transición democrática Argentina fue, según Guillermo O`Donnell un ejemplo de democracia no pactada, es decir, caracterizada por la inexistencia de pactos políticos entre los militares y el gobierno de Raúl Alfonsín, de modo tal que nuestro país sufrió diversos coletazos de la dictadura provocando un debilitamiento aún mayor de las instituciones.

El ansiado regreso a la democracia significó un sinfín de situaciones sociales, económicas y políticas que merecen ser comentadas. La sociedad argentina se encontraba en una etapa de fuerte inestabilidad, todos sus esfuerzos estaban dirigidos, principalmente, a lograr elecciones libres y periódicas mediante las cuales se llegara a la estabilización de un Estado de Derecho. Las consecuencias negativas que se desprenden de esta etapa significaron, entre otras cosas, la ruptura de los canales institucionales que solían absorber las diferentes demandas de los distintos colectivos sociales.

Se puede decir entonces que el marcado deterioro del Estado-Nación, o bien, este nuevo viraje neoconservador, generaron el debilitamiento de las vías tradicionales de representación. Sumado a esto, el aumento significativo del Poder Ejecutivo y a su vez un deslucido Poder Legislativo, colaboran aún más con el deterioro democrático.

Resulta importante agregar que la Reforma Constitucional de 1994 tuvo como principal objetivo atenuar este rasgo característico de nuestro país, pero en la práctica política no lo hemos conseguido.

Quedó en aquel diciembre de 2001 tristemente demostrado el espeso descontento social que se venía gestando desde el retorno a la democracia.  Aquella efervescencia se vio reflejada en el surgimiento de distintos tipos de organizaciones; asambleas; grupos piqueteros y diversos tipos de colectivos sociales. Sin embargo, debido a la fragilidad de las mismas, la mayoría de estas organizaciones fueron inevitablemente reabsorbidas por el sistema político.

En estos últimos años continuamos asistiendo a una rústica bipolaridad política que lo único que nos aporta es un nivel de chatura escandalosa. Y es justamente allí, donde avanzan los poderosos. La grieta es su guarida. Es la educación la herramienta que otorga al individuo la potencia de la criticidad construyendo un ser verdaderamente libre y auténtico.

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