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por javier di benedetto

La Pascua del amor presente

Estamos ante la gran tragedia de lo humano. Seres que nacimos para vivir y convivir. Seres que crecemos y maduramos a través de la socialización. Seres que forjamos nuestra preciada identidad en relación a la pertenencia a una determinada comunidad. De ahí, que necesitamos un amor que nos saque de la cárcel de la autorreferencialidad.

Por Javier Di Benedetto, sacerdote de la Iglesia Católica y párroco de Médanos.

La Pascua cristiana toma todo su sentido de la entrega de Jesús en la cruz por amor, solamente por un apasionado amor que no escatimó en generosidad. Esta entrega se realiza bajo el signo de un “paso” (de acá “pascua”), el paso de la muerte a la vida en la resurrección. Así se abraza la tradición de la pascua hebrea (“Pesaj”), que también celebra un paso: el cruce prodigioso del Mar Rojo del pueblo guiado por Moisés, desde la esclavitud de Egipto hacia la libertad de la Tierra Prometida. En estas líneas quiero centrarme sobre la conexión de este hecho con nuestro presente. Porque de lo contrario, la Pascua quedaría reducida a una respetable “efeméride”, un simple recuerdo, una información intelectual.

Lo primero que podemos decir, es que la pascua no tiene que ver tanto con una serie de “ritos religiosos” a cumplir, sino con algo que está relacionado con nuestra plenitud de vida, con nuestra felicidad. ¿Y cómo puede tener lugar esto? Acá viene lo interesante. Existe una fuerza capaz de vincularnos con el acontecimiento amoroso de la cruz. ¡Es la fe! La fe, que se conjuga como “confianza” (sacramentalmente recibida en el bautismo) une el pasado con el presente, es decir, que toda la potencia que brota de la entrega de Jesús acontece en y entre nosotros hoy, acá y ahora.

Y lo sabemos bien, tenemos experiencia de sobra: lo que atenta contra ese amor que nos hace capaces de mirar más allá de nuestras propias necesidades particulares, es el egoísmo. Esto no significa que no sea válido fomentar el amor hacia nosotros mismos. De hecho, este amor es muy importante. Muchas veces sufrimos por falta de consideración a nuestra propia persona. El tema es cuando quedamos encerrados en nosotros mismos y no podemos considerar al otro. La vida se va empobreciendo cuando la mirada se limita sólo al horizonte de nuestros propios pensamientos, gustos y placeres (que solemos obtener compulsivamente haciéndonos daño). Entonces, todo orbita alrededor de nuestro “yo”. De esta manera, buscamos que todo sea “mío” y “para mí”. Eso es propio de una determinada etapa de nuestro desarrollo: la infancia. El problema radica cuando estos comportamientos se dan en el mundo adulto o, por lo menos, cronológicamente adulto. ¿Acaso crecer y madurar no se trata de emprender el camino de trascender el propio “yo”?

Lo anterior no es más que una rápida descripción del individualismo, del horizonte de la vida clausurado en el “yo”, donde al “otro” y al “nosotros” les queda muy poco lugar, o casi nada. Estamos ante la gran tragedia de lo humano. Seres que nacimos para vivir y convivir. Seres que crecemos y maduramos a través de la socialización. Seres que forjamos nuestra preciada identidad en relación a la pertenencia a una determinada comunidad. De ahí, que necesitamos un amor que nos saque de la cárcel de la autorreferencialidad (palabra muy usada por el Papa Francisco en sus escritos). La conexión con el amor de la entrega pascual de Jesús y con cada vínculo de genuino amor, es lo que nos puede rescatar de ese encierro. Cierto es que clásicamente respondemos que somos salvados de nuestros “pecados”. Pero se suele tener una idea muy recortada de lo que implica eso del pecado (¿será tema de otro artículo?). Por eso es que prefiero pensarlo como esa inclinación al egoísmo que no deja lugar para la apertura al otro, a “lo otro”, a la verdadera diversidad.

Este es el amor que celebramos en cada pascua. Es el amor que anunciamos desde los comienzos de la Iglesia, porque es el mismo que le dio origen. El amor convertido en servicio, tan bellamente expresado en aquella escena de Jesús lavando los pies de quienes lo llamaban “Señor y Maestro”. Por todo esto, más que un “Felices Pascuas”, deseo que la identificación con el amor pascual nos marque un camino de felicidad comunitaria. La única felicidad que conozco.

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