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Opinión

Años interesantes

Por Luciano Campetella, profesor en letras, mejor promedio de su colación de grado 2021 (UNS)

Llegamos con mi papá en febrero, para el curso de nivelación. Bahía Blanca nos recibió con su calor característico de verano. Subimos por la escalera del edificio de 12 de Octubre y San Juan y nos dirigimos a la fotocopiadora del Centro de Estudiantes de Humanidades; alguien seguramente nos habrá indicado que allí tenían el material del curso. Recuerdo hojear el material y encontrar reproducciones de artículos de la revista Para Ti durante la dictadura; era una señal de que la universidad se propone formar lectores críticos. También recuerdo que Martín, un futuro compañero del Centro de Estudiantes me repartió un panfleto, símbolo de las luchas políticas que atraviesan la universidad como espacio plural de debate democrático. Mi papá me pidió capturar el momento iniciático en una foto. Le dije que no era necesario, que a la universidad volvería una y otra vez. Ahora un poco me arrepiento de no haber accedido, pero el momento en que conocí la Universidad Nacional del Sur permanece intacto en mi memoria, al punto de que puedo volver a relatarlo en detalle.

Si bien la mayoría de las clases de mi carrera tenían lugar en el edificio de 12 de octubre, algunos teóricos se dictaban en el Salón de Actos de Alem y en el Aula Magna de Colón 80. Un aspecto decisivo de mi primer contacto con la vida universitaria fueron las grandes dimensiones de sus aulas y las clases superpobladas, en las que uno se esforzaba por tomar los mejores apuntes posibles para así prepararse para los parciales. Enseguida formé un grupo de amigos y compañeros de estudio, con el que transité todo el primer año de la carrera. Los lazos afectivos fueron fundamentales para no dejarse apabullar por esa mole de grandes dimensiones  en las que uno era un simple estudiante procedente de la zona.

Varios años después, recibo mi diploma de Profesor en Letras y me viene a la memoria el logo de la universidad, donde hay una frase que reza: ARDVA VERITATEM, “la verdad se consigue con esfuerzo”. ¿Qué tiene para decirnos hoy esta expresión un tanto vetusta, escrita en una lengua, según se dice, muerta? Se me ocurren dos cosas. La primera: en una época en que las creencias y las opiniones parecen imponerse sobre los hechos, en tiempos  de posverdad, la universidad apuesta a la construcción de conocimiento y si se me permite de conocimiento crítico, porque la verdad no puede surgir más que de la interrogación constante. La segunda: para llegar a esa verdad no alcanzan las luces o la inspiración circunstancial sino que hay que esforzarse, trabajar, poner el cuerpo.

Cualquier graduado o graduada universitaria sabe de ese esfuerzo, de las largas tardes de mate en la biblioteca para preparar un parcial, de mantener la atención por horas tal como nos exigía una clase teórica en un aula masiva, de los nervios y las ansiedades de tener frente a uno el examen a resolver. Pero ese esfuerzo no es de ninguna manera individual: en cada diploma hay varios esfuerzos concentrados. Está el esfuerzo de nuestras y nuestros docentes, que nos acompañaron y guiaron a lo largo del recorrido, está el esfuerzo de las autoridades estatales, que garantizaron una educación pública y de calidad y está el esfuerzo de nuestros familiares y amigos, que nos dieron ánimo en los momentos difíciles y compartieron nuestros logros con la misma alegría que nosotros. Dimos todo y recibimos todavía más. La verdad se consigue con esfuerzo.

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