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Por Lic. Carla Verónica Grasso

Carta abierta a los mortales

Siento la urgencia de poder compartir algo de lo que mi familia está viviendo porque creo que es algo que toca a la humanidad toda: la deuda con la muerte.

Por Lic. Carla Verónica Grasso, psicóloga y prima de Yula.

Hoy, hace una semana atrás me llamaba mi primo llorando. Me pedía que vaya a su casa porque Yula, su hermana, mi prima, se había suicidado.

Corrí a estar con él, temblando. A partir de ahí el derrotero del dolor, la tristeza y la reflexión. Hoy me encuentro con fuerza para poder escribir. Siento la urgencia de poder compartir algo de lo que mi familia está viviendo porque creo que es algo que toca a la humanidad toda: la deuda con la muerte. Lugar sombrío e inaccesible que dejamos a distancia como un paria. Vaciar de vergüenza, culpa y remordimiento el deseo de morir, las ideas de muerte, el anhelo de dejar el cuerpo físico. Limpiar y hacer liviano un tema que carga con la desdicha de ser un tabú y entonces, lejos de no existir solo existe a solas y a oscuras aprisionado en la mente y en la carne.

Mi prima tenía “todo” lo que la sociedad en términos de valores y proyectos considera como un proyecto de vida exitoso para una persona joven de 30 años. Vivía sola, había adoptado un perrito, era autónoma económicamente, tenía pareja, amistades y una familia presente que la amaba. También tenía a disposición y desde hace años, tratamientos psicológicos y psiquiátricos de todos los colores, pasó por muchas terapias de distinto enfoques y terapeutas. Sin embargo, no fueron suficientes para ella las redes afectivas, ni las posibilidades y privilegios que tuvo. A mi prima le dolía la existencia.

Las fibras de enojo e impotencia que no me dejan dormir no son sobre su ausencia que me entristece y aprenderé a vivir con ella toda la vida, son fibras de enojo que me gritan que mi prima no pudo hablar sobre su dolor existencial y el sentido que encontraba en poder aliviarlo a través de su muerte, porque “está mal” hablar sobre el deseo de querer morir. No hay espacio en el diálogo para que pueda desplegarse, se vive en soledad y con remordimiento. Si alguien quiere hablar sobre ello te callan, te anulan, desvían el tema, le quitan validez, lo subestiman, se lo fuerza a que adopte otro sentido o punto de vista. Porque “eso” no debería estar, debemos amar la vida y hacer todo para aferrarnos a ella y a cualquier costo. Y que no se mal entienda, quien escribe ama vivir y por momentos siente que no le alcanza la vida para hacer todo lo que quiere. Sin embargo, no se trata de que la otra persona sea como yo, sino que desempolvemos la compasión y la empatía para acompañar a quienes incluso hablan de algo que yo no puedo conocer ni remotamente dentro de mi sistema, pero como tal existe y tiene validez como experiencia humana. Puedo no sentirlo, puedo incluso tener un credo o concepciones éticas, morales, religiosas y políticas sobre la muerte del cuerpo físico. Pero mi interés es ir más profundo, es ir a lo que nos une, no a lo que nos divide. Apelar a la compasión para ponerme en la piel incluso de un sistema humano que funciona tan diferente a mí, pero que puedo sentirlo si lo escucho, si lo veo a los ojos, si le hago lugar, si no lo niego.  

Querer morirse se vive como un fracaso tanto en el plano personal como si quien las evoca es alguien de nuestro circulo afectivo. Esto me despierta muchos interrogantes:  ¿Por qué morir o desear morir sería fracasar? ¿Por qué obligar a una persona a que esté viva si no lo desea no es un fracaso sino lo que corresponde hacer? ¿Por qué mantener y exigirle vivir a una persona con dolor y sufrimiento existencial durante años, no es visto como un fracaso como sociedad? ¿Qué pasa con nuestros cuerpos que se quieren vivos a cualquier costo, se los quiere funcionando, respirando y activos? Y no importa cómo, no importa si es con estrés, con depresión, con dolor, sufriendo alienación o el adormecimiento con pastillas, y sin vitalidad. No importa cómo, la sociedad te exige que vivas.  No existe el derecho a morir, morir es un acto natural que no tiene que ver con tu voluntad. Esta premisa es un intocable que reproducimos y llenamos de culpa, vergüenza, remordimiento y miedo al acto de morir. En esa transmisión generacional se disoció a la muerte de su par y opuesto complementario: la vida. Se estableció que vivir está bien y morir está mal. Sin embargo, la muerte está presente todo el tiempo en todos los procesos de la existencia. El ciclo continuo y permanente vida-muerte-vida es indisociable. Una nebulosa muere y nace un sol, un sol muere y nace una nebulosa,  los órganos del cuerpo mueren a nivel celular y  se regeneran aunque creamos que son los mismos, las estaciones y sus ciclos, los árboles perdiendo hojas y flores y volviendo a ciclar.

Lo que nos distingue de otras especies es la autopercepción y que somos organismos con consciencia de nuestra existencia. Sin embargo, esa conciencia está vedada al proceso de muerte. Sé consciente de cómo vivís, pero no seas consciente de cómo morir, es la norma silenciosa que zanja una línea divisoria de lo permitido y lo no permitido.  En los terrenos del morir no podemos entrar, de eso no se habla. Mi intención con este escrito es que comencemos a sacar del clóset a la muerte, que hablemos de cómo queremos morir, que sepamos cómo quiere morir nuestra gente querida, en soledad o en compañía, con asistencia química o sin ella, con tratamiento al dolor o no, si quieren reanimación o no. Qué quieren experimentar en sus cuerpos y hasta cuándo, cuáles son los límites a su existencia, qué es lo que no quieren vivir ni que vivan sus vínculos personales o familiares a su lado. Hablemos de los límites a la experiencia en un cuerpo, ¿qué no quiero vivir, y qué sí quiero vivir? También ¿qué necesito para irme en paz, qué voluntades últimas necesito que ocurran para irme con tranquilidad o sin tanta carga?

Desexorcicemos la muerte como tabú, como impenetrable, caminémosla como queramos. Empecemos a abrirle la puerta al debate de la eutanasia, porque si esa posibilidad existiera, mi prima y tantas otras personas, podrían abandonar este plano acompañadas, en paz. Toda mi familia estaría en paz y sin sentimiento de culpa aunque con una tristeza inmensa, viviendo su ausencia y su elección.  Además, cuidaríamos el tejido social de mayor daño, porque quienes quedan viviendo la ausencia de una persona querida que se suicidó, se quedan sufriendo las astillas y la fragmentación que implica el estigma de la culpa y los remordimientos de cómo podrían haberlo evitado. Pero a su vez, también, sufriendo por no haber podido acompañar como esa persona lo hubiese necesitado.

Mi prima premeditó cómo morirse, no fue un impulso, le llevó un primer intento fallido con pastillas e investigaciones que realizó  posteriormente y que nos consta cierto registro. Hizo todo esto sola, desde los márgenes helados de una sociedad que nos prohíbe morir a conciencia, la dejamos sola haciéndolo, la abandonamos como sociedad, le habilitamos solo el camino de la crueldad con su cuerpo para que el método no falle y morir sea posible al fin.

Desde que me lo comunicaron hasta hoy no paro de fantasear una escena de muerte distinta, si fuese realmente un sentido posible y legal el derecho a morirse a conciencia. Imagino a mi prima en una cama despidiéndose con toda su manada alrededor apoyándola. A pesar, tal vez, de no entender, de no compartir criterio, pero pudiendo escucharla y aceptar que es su decisión lo que ella hace con su existencia. Soy psicóloga, me formé en la universidad pública y tengo prohibido acompañar a morir a personas que deseen hacerlo, a riesgo de que esto implique que me quiten la matrícula, o me hagan un juicio por mala praxis. Mi deber profesional es sujetar a estas personas a la vida a cualquier costo, incluso contra su voluntad, internándolas. Me interesa replantear el rol que tenemos, porque yo elegí esta profesión para acompañar procesos, sean cuales fueran sin elegir cuál es válido y cuál no. No les digo a quienes me consultan terapéuticamente, cuál es la verdad última que tienen que hacer con sus vidas, las acompaño a explorar sentidos posibles.

Lo que viví con mi prima me lleva a preguntarme ¿hoy qué pasa si para alguien a quien estoy brindando servicio terapéutico, el sentido es morir?, ¿por qué me obligan a abandonar a esta persona desde la escucha y acompañamiento anulando que ahí hay una persona con su vivencia subjetiva hablando desde su sufrimiento existencial? Hay sufrimiento y padecimiento y esto no anula que también hay una persona eligiendo desde esas coordenadas. ¿Por qué no cabe la figura de abandono de personas en estos casos? Porque lo cierto es que lo hacemos como colectivo de salud mental y también como sociedad.

Que una persona en situación de dolor existencial extremo no tenga posibilidad de ser acompañada por un profesional de salud mental, me parece de una crueldad humana enorme. Que no existan los cuidados paliativos en salud mental para estas personas, porque no existe en el cuerpo evidencias de tumores, metástasis, sistemas nerviosos que no responden, etcétera, me parece que atrasa siglos en los debates sobre cientificismo y objetividad en términos de salud mental.

Qué entidad y validez le damos al dolor existencial que SÍ sucede en el cuerpo, pero que sin embargo, no aparece en ninguna radiografía, tomografía o estudio de sangre. Un cuerpo que duele, que pesa, que se arrastra, que grita que ya no da más. ¿Por qué ahí se anula toda escucha y acompañamiento y se opera como si ahí no hubiese una persona en su sano juicio? Que mejor ejemplo de sano juicio que querer dar fin a la existencia cuando ya no das más, cuando intentaste de todo. En el caso de mi prima 8 a 10 años de tratamientos. ¿Por qué es posible rechazar o elegir qué tratamientos dar al cáncer sabiendo claramente que el resultado será morir antes o dar más tiempo a la vida, pero en salud mental esto no es posible? ¿Qué pasa cuando el dolor existencial, sea la clasificación que cada profesional quiera darle, yo prefiero llamarlo así, avanzó tanto, es tan grande que ocupa toda la realidad, todo el territorio subjetivo? ¿Qué respuestas damos como comunidad? ¿Qué opciones son posibles? ¿Por qué no existen centros donde la gente pueda ser acompañada a morir o por lo menos sean lugares donde se permita pensarlo, reflexionarlo, arrepentirse incluso, elegir al respecto si quiere seguir con un tratamiento en salud mental o no, y en ese caso explicitar que probablemente su opción sea morir?

Que morir sea una opción no es algo novedoso, mi prima eligió morir, eligió esa opción, y por datos de la OMS, de fácil rastreo, también lo hacen 700.000 personas por año en el mundo. Pero, que una persona  en esa situación pueda ser acompañada, no lo viva en soledad y con métodos crueles sí es algo novedoso. Yo considero que es una gran deuda de la salud mental poder dar respuesta a ello, abrir ese campo, investigarlo, estudiarlo dar opciones. Que la muerte sea un sentido posible y no una puerta cerrada con mil candados.  Esos candados son la vergüenza, el miedo, la culpa, el remordimiento, por eso es tan importante que comencemos a hablar sobre morir. Desprivatizar esos sentimientos que cargan,  puertas hacia adentro, el núcleo afectivo de la persona que se murió o mató y ponerlo a jugar sobre la arena pública. La eutanasia, los centros especializados para que personas con padecimiento mental extremo puedan elegir cómo morir quizás sean capítulos del futuro, pero no lo serán si no comenzamos por liberar la muerte de esas cadenas. Hablemos, escribamos, hagamos canciones, poemas, campañas, debatamos sobre cómo morir, llevemos este tema a la mesa familiar a la mesa con nuestras amistades, que no sea un bajón hablar de morir sino un acto liberador y natural. Reintegremos la muerte al territorio de la conciencia para que morir sea lo que es: parte de nuestra existencia en el mundo de los mortales.

Nota de la autora:

-Este texto no promueve ni hace apología al suicidio.

-Este texto fue realizado con el consentimiento y aprobación del núcleo familiar de Yula.

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