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DE AYER A HOY

Hugo Del Run, la trama detrás del hombre de los más de ocho mil partos

Uno de los obstetras más queridos por los bahienses en un ida y vuelta imperdible. Cómo le abrió la puerta a la medicina. El amor por bailar. Y el dolor por la muerte de su hijo: “Lloro su ausencia en soledad”.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco /Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

Hugo Del Run albergaba desde niño el sueño de convertirse en médico, con la firme convicción de aliviar el sufrimiento de otros. Sin embargo, una situación puntual lo hizo descubrir que su verdadera pasión residía en asistir nacimientos, ayudar a las madres a dar a luz, una tarea tan noble como comprometida y sacrificada, que requería de mucho conocimiento y empatía.

No obstante, con el paso de los años, encontró los momentos para darle espacio a su gusto por el baile en sus diversas formas. Desde la elegancia del tango hasta la energía de la salsa, exploró un abanico de estilos que le brindaban una libertad y felicidad que nunca había imaginado. La danza se convirtió en su medicina personal, curando no solo su cuerpo, sino también su espíritu.

Sin embargo, el destino tenía preparada una prueba crucial. La repentina pérdida de uno de sus hijos lo hizo tambalear. Así, su historia se convierte en un testimonio conmovedor de cómo la pasión y la creatividad pueden ser faros de luz incluso en los momentos más oscuros de la vida. Y en La Brújula 24 intentaremos reflejarla.

“Nací en Ingeniero White el 24 de octubre de 1948. Pasé una infancia soñada, en un pueblo en el que todos éramos amigos, las familias se entrecruzaban y los vecinos se reunían en la vereda a tomar mate, mientras nosotros jugábamos a las escondidas”, evocó Del Run, en el inicio de un repaso mental que lo llevó a hace más de 70 años.

Y fue sumamente agradecido a la educación recibida en casa: “Tuve la suerte de tener dos padres que se quisieron desde siempre y, siendo aún hijo único, cuando tenía 4 años y medio, mi mamá me preguntó si quería un hermano. Ella me llevó al Parque Independencia, donde había una cigüeña a la que le terminé pidiéndole por una hermanita, que era lo que realmente quería”.

“En aquellos tiempos se decía que, si un día determinado de la semana te parabas debajo de la higuera y pedías un deseo, se te iba a cumplir. Así fue que ya en el patio de mi casa cumplí con ese requisito, por lo que en mi caso no falló: al tiempo llegó Nora Alicia y se convirtió en mi otra mitad”, señaló, con un dejo de picardía y ternura.

Consultado respecto a cómo se definiría en aquellos primeros años, describió: “Siempre fui un niño muy inquieto, de esos chicos curiosos que querían aprender de todo, por eso es que fui a dibujo, guitarra e inglés. Concurrí a la Escuela Nº 116, sobre calle Avenente, que ya no existe más, disfrutaba de leer e investigar, al punto que cuando me correspondió fui escolta y abanderado”.

“Luego acudí al Colegio Nacional de Bahía Blanca, justo cuando había abierto el primer secundario en White. Mi madre no estaba de acuerdo con el hecho de que tenga que viajar todos los días, pero yo sentía que la trayectoria de la institución me iba a dar una mejor formación académica”, sintetizó mientras ordenaba un pocillo de café cortado.

Tal es así que sentenció: “Solamente me llevé una única materia en primer año, solo porque no había entendido la manera en la que enseñaba el profesor de historia, una asignatura que terminé aprobando sin mayores problemas en el examen recuperatorio de contenidos de diciembre”.

“La medicina fue algo que se instaló en mi desde muy chico. En White vivía el doctor Achinelli, una maravilla como médico y también a nivel personal. Mientras nosotros jugábamos a la bolita en la vereda, veíamos que llegaba él y nos parábamos para saludarlo. Era como un referente para mí y una suerte de espejo en el que me quería reflejar”, refirió Del Run.

En paralelo, rememoró que “cuando llegué a cuarto grado tenía clara mi vocación. Uno dibujaba una suerte de pergamino en la hoja y la maestra lo completaba, en mi caso escribiendo ‘al futuro doctor’. Cuando terminé quinto año empecé a averiguar, de los cinco egresados, cuatro fuimos a La Plata porque era una ciudad más accesible y segura y solo uno a Buenos Aires”.

“Hice el planteo en mi casa de que debía instalarme en la ciudad de las diagonales para realizar el curso de ingreso. No era sencillo porque mi papá era ferroviario y mi mamá no trabajaba, por lo que ella, junto a una amiga, abrió una mercería y empezó a coser. Era modista, muy buena, por lo que con ese dinero me pude abrir un camino”, afirmó el protagonista de esta sección.

Y contó una anécdota: “Recuerdo que mi madre me intentaba sobornar con la sugerencia de que me anote en Bioquímica, que era lo mismo (risas). Siempre le explicaba que yo quería atender y curar a la gente, que no quería hacer análisis para ver qué enfermedad tenía un paciente”.

“Hice la carrera de Medicina en tiempo y forma, solo me fue mal en dos exámenes que terminé recuperando sin problemas. Inicialmente iba a ser neurocirujano porque sentía que era lo mío, me encantaba eso de que fuera un juego porque para llegar a un diagnóstico, tenía que hacerlo a través de las lesiones”, reconoció, en otro segmento de la entretenida charla.

No obstante, admitió que “después, en la práctica uno se enfrenta con la verdad. Los enfermos en ese área de la medicina atraviesan por infinidad de situaciones que resultan muy tristes y es ahí donde te das cuenta de que la realidad no es tan divertida como estudiar la teoría”.

El último parto de Hugo Del Run.

“Cuando estaba en quinto año de la carrera, un amigo me pidió que lo reemplace en la guardia de un hospital de Turdera. Yo ya había estado en esa situación previamente, siempre junto a algún médico con trayectoria, por lo que no era algo nuevo para mi. Había que ir en tren, pero por el empleo de mi papá yo tenía pase libre”, desglosó, en relación a aquella primera experiencia.

Asimismo, describió el lugar y un episodio que lo marcó para siempre: “La clínica tenía tres pisos, había sido construida por los alemanes en tiempos del nazismo y era un chalet hermoso que luego compraron los médicos. Entré a la guardia a las 21, un horario en el que solo estaba la cocinera y la enfermera, había sólo ocho habitaciones, un quirófano y la sala de partos”.

“Sonó el timbre y al abrir la puerta nos encontramos con que se trataba de una paciente que estaba en pleno trabajo de parto. Yo había estudiado traqueotomía, respiración artificial, masajes cardíacos, todo aquello que estaba vinculado con la emergencia médica”, contó, con un tono aliviado, lejos de la tensión de dicho contratiempo.

Una situación vivenciada en su ciudad le daba cierta seguridad: “Gracias a que hice la colimba en el Hospital Militar de Bahía Blanca y que estaba en la sala de jefe de oficiales y maternidad, algo había aprendido, también como consecuencia de todos los conocimientos que en ese lugar me había transmitido la partera, ‘Porota’ Castro”.

“Ingresó la pareja al hospital de Turdera y me puse un tanto nervioso. Le pregunté a la enfermera quién iba a hacer el parto y ella me dijo que tenía que hacerlo yo, le contesté que no era médico y me explicó que si tenía algún problema podía llamar al ginecólogo”, dijo, quien se encontraba en un momento límite.

Sin embargo, la secuencia tuvo un final feliz: “Entramos todos a la sala de parto y, con cada contracción hacía la rutina para establecer si el parto venía bien. Cuando nació el bebé lloramos todos, ellos eran una pareja primeriza y para mi era mi primera experiencia trayendo una vida al mundo”.

“Silvia, mi novia desde hacía cuatro años, vivía en Bahía Blanca y cuando le conté por carta lo que me había pasado, le confesé que iba a cambiar la especialidad porque había descubierto la obstetricia, algo que me encantó toda la vida. Hice un rotatorio y vine a terminar la especialización con el doctor De la Torre en el Hospital Penna”, destacó Del Run.

Fueron décadas entregadas al noble oficio de traer vidas al mundo: “Trabajé hasta abril de 2015, unos meses antes de que nazca mi nieta, porque mi idea era radicarme en Italia. Me gustó siempre el idioma, lo aprendí y, pese a no tener familiares viviendo en aquel país, me lo había trazado como objetivo. Fueron más de ocho mil partos porque dejé de contarlos; en definitiva, a quién le importa ese número”.

“El verdadero disfrute se da cuando me encuentro con gente que me abraza y me transmite un cariño enorme. También debo admitir que el trabajo me demandaba mucho esfuerzo, me casé y tuve mis hijos, pero no me quedaba mucho tiempo para asumir el compromiso de realizar otras actividades paralelas”, resumió, promediando el ida y vuelta con este cronista.

El esfuerzo dio sus frutos: “La mayoría de los días no dormía en casa, un día llegué a hacer nueve partos y 57 en un mes. Fui médico laboral, trabajé en una de las empresas del Polo y todas las mujeres de los ingenieros terminaron siendo mis pacientes. Sembré tanto en la vida que cuando empecé a cosechar ni yo podía creer semejante devolución que me daban los demás”. 

“Siempre me gustó bailar, era mi cable a tierra, tal es así que tanto a mi primera novia como a mi mujer las conocí en una fiesta, por lo que en un momento me puse como objetivo llevar a cabo otras disciplinas paralelas al trabajo, pese a las dificultades que eso representaba”, indicó, en referencia a la incompatibilidad que otorgaban las 24 horas diarias, las cuales le resultaban escasas. 

Sin embargo, se animó a dejar la zona de confort: “Primero jugué al tenis, pero cuando mi hijo empezó a hacer ese deporte, el profesor me advierte que Pablo tenía condiciones, era un dotado. Me propuse acompañarlo, ir a pelotear con él, haciendo sacrificios porque los horarios no eran compatibles con mi ocupación, yendo a jugar sin dormir”.

“En mi caso llegué a ganar hasta torneos de tercera división en Bahía, pese a que empecé a competir con 42 años. Mi hijo dejó de jugar porque no era un chico competitivo, se hacía mala sangre cuando ganaba y veía sufrir al rival. Eso en cierta forma me liberó, al permitirme practicar pádel que se podía despuntar el vicio de noche, luego de la actividad”, soltó Del Run.

El transcurrir de los años le otorgó mayores libertades: “Con la llegada de una camada de médicos más jóvenes, el trabajo empezó a distribuirse, encontré espacio para darme el gusto de bailar, primero salsa porque tenía ciertas condiciones para la cumbia y sentía que era lo más parecido en cuanto a estilo”. 

“Conocí a Ana La Cubana, quien se transformó en una hija, a punto tal que fui su padrino de casamiento porque su papá estaba enfermo. Subimos al escenario del Teatro Municipal cada año, viviendo experiencias divertidísimas, más allá de las interrupciones por mi trabajo porque si me llamaban tenía que dejar todo para ir al sanatorio”, reveló, con el mismo entusiasmo de aquel tiempo. 

La aventura de Hugo estaba a tan solo un paso: “Empecé a viajar a Europa de vacaciones y descubrí que Cuba había colonizado todo aquel territorio, llenando de espacios salseros sus lugares específicos para la danza. Ahí me encuentro con una chica que se sorprendió al ver que, siendo argentino, no bailaba tango”.

“No sabía dónde ir a aprender, hasta que conocí a Ana Benozzi, la mejor profesora de la ciudad. Cumplí esa materia pendiente, pero además quería perfeccionarme porque me había propuesto que cuando bailara con una mujer, le tenían que quedar ganas de volver a bailar otra pieza musical conmigo”, exclamó, enfáticamente. 

En el epílogo, le dedicó unos minutos a uno de los trances más dolorosos que se le puso en su camino: “Perder un hijo no es algo que se supere, pero estoy convencido de que si la vida te lo da es porque lo podés soportar. En función de mis nietas voy a seguir viviendo y tratando de pasarla lo mejor posible, más allá del dolor lógico que la situación me genera”.

“La ausencia de Pablo la lloro en soledad y sino me la aguanto porque entiendo que hay gente que ha sufrido peores cosas, que ha perdido hijos muy tempranamente. Por ejemplo, los padres de excombatientes de Malvinas que no volvieron o aquellos chicos que me tocó traer al mundo y no tuvieron una sobrevida”, comparó, intentando encontrar consuelo.

Con mucha congoja, pero bajo una óptica positiva, rescató que “a mi hijo lo tuve 40 años, cuando falleció le faltaba una semana para cumplir los 41 y con él hice dos viajes a Europa los dos solos, fuimos a ver el glaciar en el marco de un regalo que le hice cuando se recibió porque a él le encantaba la naturaleza. Todos los años junto a Pablo y a mi hija íbamos a esquiar”.

“Fueron momentos muy importantes que aún guardo para mí. Eso ayuda, como también el hecho de tener años, porque cuando uno se va acercando al final empieza a entender que el día que la parca te avise, tenés que estar preparado, sabiendo que cuando me lleve me voy a encontrar otra vez con Pablo”, concluyó Del Run.

Reconocido por sus 50 años como médico en la Universidad Nacional de La Plata.

A Hugo se le iluminaron los ojos y con la mirada humedecida agradece el rato compartido, pese a que sobre el epílogo de la conversación debió abrir su corazón para reconocer que una parte de él se fue con su hijo. Se lo percibe aliviado, poder hablar hasta de los temas que más duelen lo libera. En el afán de seguir adelante, se anima a proyectar y asumir los desafíos que se avecinan, porque si hay alguien que sabe el significado de nacer, es él.

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