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DE AYER A HOY

Omar tiene la fórmula infalible para ser el mozo más respetado de Bahía

Con 52 años de trayectoria, admite que el oficio es sacrificado, aunque la clave es esquivar la rutina. Su niñez en Bordenave. Las anécdotas. Y una frase: ”Mi mayor satisfacción es el cariño de la gente”.

Por Leandro Grecco
Facebook: Leandro Carlos Grecco/Instagram: @leandro.grecco/Twitter: @leandrogrecco

Llegó al mundo en una pequeña localidad de la región y vio dar un giro inesperado a su vida cuando, por circunstancias fortuitas, llegó a la gran ciudad en busca de un futuro incierto. Sin poder elegir, fue en el bullicio de lo desconocido donde encontró su verdadera vocación. Hace más de cinco décadas, se zambulló en el fascinante mundo de la atención al cliente en un tradicional local gastronómico, convirtiéndolo en un arte que domina con maestría.

Se transformó en un bahiense más, ganándose el cariño y respeto de quienes lo conocen. Su habilidad para crear conexiones genuinas con los clientes es su sello distintivo. Con la sonrisa cálida y un trato amable, forjó relaciones duraderas en un mundo que parece efímero. El comercio en el que descolla es un punto de encuentro donde la comunidad se reúne no solo por la comida, sino también por la grata compañía de nuestro entrevistado.

“Mis abuelos llegaron al país y se radicaron en Puan donde conformaron una familia muy numerosa con 13 hijos. Nací en Bordenave, donde permanecí hasta que terminé la primaria, viví en el campo y fui a una escuela que estaba a siete kilómetros de casa”, consideró al inicio de la charla, en el salón que es “el patio de su casa”, en un impasse luego de un mediodía con mucho movimiento.

Al repasar su infancia, se describió como un chico que “era tranquilo y no hacía deporte. Llegué a pesar 100 kilos, hasta que a los 18 años decidí hacer un cambio en mi vida y adelgacé hasta mi peso actual. Disfrutaba de hacer trabajos en el campo, donde aprendí la herrería”. 

“Estoy acá de casualidad porque mi mamá me consiguió una beca para que estudie un oficio como pupilo en La Piedad. Vine solo, sin hermanos, primos, ni amigos, siempre fui muy dócil para que me indiquen el camino por eso acepté el desafío”, expresó Rueda, mientras hurgaba en los rincones más lejanos de su memoria para traer al presente los hechos del pasado.

Y contó con un notorio dejo de nostalgia: “Mi primera salida fue en Semana Santa para volver al campo y sentía que había pasado un siglo ahí adentro. No tuve una mala experiencia, me trataron bien y me cuidaron en el instituto, pero había perdido todos los afectos, tenía que construir todo nuevo”. 

“Soy un agradecido de eso que me tocó vivir porque me preparó para lo que se venía. Mi papá se enfermó y tuvimos que vender el campo, por eso cuando terminé mi ciclo como pupilo el 8 de diciembre de 1971 se abría un interrogante enorme sobre mi futuro”, sintetizó en relación al momento sigmático, el punto de inflexión que iba a marcar su destino para siempre. 

El golpe de suerte en un contexto de incertidumbre iba a darle el guiño para salir a flote: “Una semana después, mi papá que ya no andaba nada bien de salud me consiguió trabajo en el Restaurante Víctor porque conocía a los dueños. Mi hermana más grande y mi hermano más chico también vinieron con una mano atrás y la otra adelante”.

“No pude optar, todo lo que me fue proponiendo la vida lo adopté, fue así que empecé a desempeñarme en este rubro primero en el mostrador y las bachas. Aprendí el oficio, desde preparar la ensalada de frutas hasta cortar el fiambre, aunque pese a mi juventud sentí que estaba descubriendo un lugar donde podía desarrollar mi porvenir”, contó ante la inquisitoria de esta sección que lleva más de dos años y medio de existencia.

Su desembarco no pudo ser mejor, con el pie derecho: “Al año que ingresé, ‘Turi’, uno de los dueños, me propuso que pase al salón, él me había adoptado, a punto tal que cuando no había tanto movimiento jugábamos a las cartas o al ajedrez. Vio en mí la voluntad cuando había que trabajar”.

“Al principio me costó mucho porque era muy chúcaro y me daba vergüenza, al punto de que por momentos me daban ganas de llorar. Generar empatía con el cliente lleva muchos años, como también es clave ejercitar la memoria visual para no cometer errores al momento de tomar el pedido en las mesas”, rescató, como una de las claves del éxito en su oficio.

La nueva modalidad de trabajo supone ciertas ventajas respecto de las herramientas con las que contaba en sus comienzos: “Hoy tenemos la comanda con la computadora, pero en mis inicios eras vos y el cocinero y si algo salía mal, la culpa era mía. Sumado a eso que en este local gastronómico la carta es muy extensa, pero por suerte era tanta la pasión que ponía en juego que todo fluía naturalmente”. 

“Un mozo debe ser discreto, evitar involucrarse lo justo y necesario con los comensales para no ‘meter la pata’ y encontrar el equilibrio entre no ser descortés y ser un chusma. Los tiempos de la mesa lleva años aprenderlo, en qué momento llevar la carta, el espacio que tenés que darle al cliente para que elija qué va a pedir y retirar la vajilla”, especificó Rueda. 

Existen ciertos tips que no se pueden soslayar si un mozo pretende ser prolijo en su labor: “Mirar constantemente a la persona que estás atendiendo es fundamental para saber cuándo requiere de tu presencia sin necesidad de que te esté llamando con un gesto. Apresurar la elección de un plato es un error garrafal”. 

“Como no tenía amigos y familia, no me molestaba ir trabajar tantas horas diarias, mi vida giraba en torno al restaurante, porque más allá de que todos los días me iba cansado a casa, lo hacía con placer”, refirió, promediando el ida y vuelta con este cronista, cuando ya todo fluía naturalmente.

Anécdotas le sobran y una de ellas en particular es muy emotiva: “En una ocasión, con una pareja que venía todos los sábados y que me había elegido a mí como su mozo, al igual que yo a ellos, generamos una amistad y me dijeron que tenían que darme una noticia. Me comunicaron que se iban a casar, los felicité y me comentaron que estaba invitado a la fiesta”. 

“Cuando les aclaré que los sábados trabajaba, ellos me informaron que la boda era el viernes, mi día franco porque sabían que tenía libre esa noche. Fue imposible negarme porque pusieron la fecha en función de mis posibilidades, tal es así que luego tuvieron un hijo del cual soy el padrino y que ahora tiene 30 años”, detalló, emocionado pese a que la secuencia data de hace varios años.

En lo que respecta a su vida personal, detalló que “tengo un hijo de 42 y otro de 38, a ambos los traía a trabajar conmigo todos los veranos, me ayudaban porque entre 1980 y 1994 tenía a mi cargo las mesas de la vereda del frente del local actual y las que estaban donde hoy se encuentra el Banco Francés”. 

“No existía el aire acondicionado y la gente elegía comer al aire libre. Se trabajaba mucho más que ahora porque no estaban las cervecerías de la Avenida Alem, tampoco había abierto el Shopping y los cines estaban todos en pleno centro”, argumentó, sobre la movida local, absolutamente disímil a la actual. 

Asimismo, diferenció: “Hoy hay otra cultura, antes se comía más que ahora, actualmente casi nadie pide entrada, plato principal y postre y muchos piden para compartir con otro comensal. Considero que no tiene tanto que ver con la situación económica, sino que los clientes cuidan más su físico, no por nada la expectativa de vida se ha prolongado”.

“Tengo intenciones de continuar un tiempo más, en especial porque mi señora también tiene su trabajo y, además, acá la paso bien. Sumado a que tengo libres los viernes, sábados y domingos, pero el tiempo dirá, pero en tres años ya sería el momento de dejar de trabajar”, confesó, en consonancia con el momento de “colgar la bandeja”.

“El rubro gastronómico es sacrificado, porque al estar mediodía y noche en el restaurante solo me quedaba un rato de la tarde libre y ya me acostumbré a no dormir la siesta para aprovechar ese momento con mis hijos, un hábito que sostengo hasta hoy. Cuando me separé, ellos tenían 13 y 17 años y ambos se quedaron conmigo”, explicó Omar.

Sobre el epílogo, hizo un retrato sobre su desempeño: “Nunca estoy quieto en el salón, me cansaría más estando parado que en movimiento. Tengo un ángel que me cuida, me guarda y me va llevando, pasé temporadas malas como las tiene todo el mundo y nunca dejé de pelearla. Hoy disfruto de viajar en carpa con mi esposa, no importa el destino, lo que vale es vivir esa aventura”.

“Cuando vine a La Piedad quería ser carpintero, con tan solo 10 años en Bordenave había trabajado de ayudante de mecánico y me había frustrado porque lavar cajas de cambio, limpiar motores y tirarme abajo del auto, terminaba con mis manos partidas (risas)”, confió con la picardía del que sabe de lo que se salvó al buscar un rumbo diferente para su vida.

Las cuatro paredes del restaurante son la escenografía que delimitan su andar: “Tengo mil historias en este lugar, me he caído muchas veces con la bandeja en la mano, en especial en los comienzos y cuando el piso está húmedo, sumado a que siempre ando acelerado, pero siempre lo tomamos con humor, como algo que puede ocurrir”.

“Cuando aún existía el servicio militar obligatorio, era muy frecuente que los muchachos vinieran a comer con la intención de irse sin pagar. Más de una vez tenía que salir corriendo a buscarlos, me daba más vergüenza a mí que a ellos, una situación complicada que siempre terminaba bien”, aseguró aliviado.

Cuando se le preguntó cómo salir del paso ante ciertas presencias indeseables: “Siempre que un cliente viene con mala onda se la agarra con el primero que encuentra a mano, que en nuestro caso es el mozo. Mi consejo a los chicos que se inician en esta profesión siempre les digo que a una pregunta picante de un comensal, lo mejor es una respuesta chistosa de nuestra parte”. 

“Si uno entra en el juego de esa persona que está buscando un pleito, ninguno sale airoso de la situación, al sacarle una sonrisa, luego todo fluye, por eso es fundamental estar preparado, algo que te dan los años de experiencia y la trayectoria”, destacó el mozo más popular de Bahía Blanca. 

Entusiasmado con la charla, puso en palabras otro momento que jamás olvidará: “Otra anécdota tiene que ver con una milanesa que fue mi creación, la cual es similar a la napolitana pero sin el jamón, porque no me gusta ese ingrediente caliente y con el agregado del tomate asado que le da un toque delicioso”.

“Corrían los primeros años del siglo y era la etapa en la que ‘Manu’ la estaba rompiendo en la NBA, por lo que sugerí cambiarle el nombre en la carta y que se llame ‘La de Ginóbili’. Pasaron los años y como él nunca venía a comer acá, se pasó a llamar simplemente ‘La Víctor”’, resumió.

Y siguió con el relato, una crónica con final feliz: “Cuando cumplí los 50 años en este trabajo, Emanuel formó parte de un video que me fue obsequiado y en el que me felicitaba por mi trayectoria como también lo hicieron entre otros Lautaro Martínez, cuya familia es habitué del restaurante y otras personalidades de la ciudad”. 

“Solía contar a todos los clientes que estaba un poco desilusionado porque ‘Manu’ no venía hasta que una mesa compuesta por cinco muchachos de su edad en una ocasión me dijeron que les reserve para seis. Esa noche vino Ginóbili y me dio un abrazo que jamás voy a olvidar”, afirmó Rueda.

Al epílogo, admitió: “Mi vida pasa por este lugar, más de medio siglo que vengo con una adrenalina difícil de explicar, sabiendo que algo nuevo me va a sorprender. La clave está en evitar caer en la rutina y a esta altura la satisfacción es el cariño de la gente que te lo demuestra con un beso o un apretón de manos. Eso no tiene precio”.

Omar es un pilar en la ciudad. La dedicación y el amor por el trabajo son evidentes para todos los que entran por la puerta del Víctor. Él es un testimonio de cómo las circunstancias nos llevan por caminos inesperados. En el corazón de Bahía, halló su propósito, dejando una huella imborrable en la comunidad que lo acoge con los brazos abiertos.

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