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Abel Pintos “la rompió” en su primer show con un repertorio sinfónico

El artista bahiense interpretó de una manera muy original sus canciones en el marco de la serie de conciertos denominada “Universo paralelo”.

Abel Pintos hizo emocionar a sus fanáticos en el Movistar Arena.

Con “apenas” 35 años de vida, pero con 25 de una trayectoria que entre otros hitos incluye 11 álbumes de estudio, un par de estadios Único de La Plata y un Monumental repleto y tres premios Gardel de Oro, Abel Pintos es a esta altura una marca sobradamente acreditada en el universo de la música popular argentina. A tal punto que, si se lo propusiera, posiblemente mantendría la adhesión de buena parte de sus fans con sólo recostarse en los laureles que supo conseguir.

Sin embargo, con su flamante Universo paralelo, que tuvo su primer capítulo en la noche del jueves 21 de noviembre en el Movistar Arena, el cantante eligió esquivar una vez más ese lugar común al que llaman zona de confort, y apostó a reinventar su propio repertorio dentro de un concepto “sinfónico”.

Para eso, convocó a Guillo Espel, compañero de varias aventuras previas, quien al mismo tiempo que se encargó de escribir los arreglos para los 22 temas de la lista pactada, armó una orquesta de 56 integrantes que, bajo su batuta, se encargaron de musicalizar lo que Abel definió, algo en broma algo en serio, como un tributo de sí mismo, por él mismo.

Y si bien la idea de llevar un repertorio popular al plano orquestal no es nueva, es cierto que no es tan frecuente lograr un resultado como el que alcanzó el tándem Pintos/Espel + Orquesta, absolutamente alejado de gestos efectistas, con el acento puesto en los matices y las sutilezas, y con una solidez conceptual que colmó de sentido el proyecto.

La cosa fue de mayor a menor; no por casualidad, el inicio de No me olvides, ya con Pintos en escena y tras una breve intro instrumental sobre la base de Tanto amor, fue con la guitarra eléctrica palanqueada al frente, abriendo pista para que de a poco se sumara el cuerpo orquestal.

El show de Abel Pintos en el Movistar Arena. (Ignacio Sánchez)

Inquieto, de traje violeta con una breve capa, Abel no necesitó más que de parte de ese comienzo para sintonizar a la perfección con esa maquinaria sonora conducida por Espel, y de la bella Flores en el río para afianzarla, para entones sí, despertar el primer estallido con Pájaro cantor.

Debajo, en el campo, y también en las plateas, la fiesta empezó a tomar color, en sincro con las visuales, que a lo largo de la noche le dieron la razón al anfitrión por haber confiado la puesta en escena a la canadiense Marcella Grimaux, quien se las arregló para trabajar ideas de extraordinaria simpleza en tamaño contexto.

En línea, Espel apeló a despojar su aporte de cualquier gesto de grandilocuencia o pomposidad, y a aplicar una atinada dosis de desparpajo. Por eso, la transición del aire souleado en un plan de sonido ‘Motown blanco’ -si es que eso puede existir- al folclórico del bloque El sabor del mar/Milagro en cruz no presenta conflicto.

El nexo, en todo caso, lo estableció Abel, quien sigue demostrando que el foclore le sienta bárbaro, sobre todo si la orquesta llega, como lo hizo en el Movistar, a la profundidad necesaria para que los violines no se empastaran en una suerte de pantano meloso. En vez de densidad, intensidad.

La misma intensidad que enmarcó la excelente versión de Cuando ya me empiece a quedar solo, que Abel hizo propia con enorme autoridad, la que también exhibió a la hora de poner en juego su destreza vocal. En ese plano, su desempeño osciló entre lo impecable y lo deslumbrante.

Tanto en el abordaje casi reflexivo de La llave como en la celebración que impuso Motivos; tanto en la épica versión de Cien años como en la intimidad de Más que mi destino, Pintos jugó el rol de maestro de ceremonia y manejó los tiempos de un pacto tácito que desde hace tiempo lleva establecido con sus seguidores.

Entonces, ya no sólo lo que bajaba desde el escenario parecía obsesivamente ensayado; sino también lo que el público entregaba desde cada rincón del estadio. Y en esa amalgama, el coro multitudinario se acopló sin problemas al cuarteto de cuerdas de Once mil, del mismo modo que con el confesionario tono de Lo que soy.

Hubo más: Libertad, Yo estuve aquí, A-Dios, con Abel una vez más ahí, en la punta de la ancha pasarela, cara a cara con su gente, a la que una vez más honró con una entrega sin reparos, metido en una construcción virtual, caminando sobre un piso intervenido por una vegetación rastrera que sólo existe en la ilusión propuesta por Grimaux.

Abel también habló, y en ese ida y vuelta con su gente invitó a “pudrir todo” con Revolución, después de una memorable versión de El adivino. En tanto, ahí arriba, Pintos fue más flaco que nunca, sus brazos y piernas parecieron desprenderse de su cuerpo y por otro rato hubo mucho más rock en él que en unos cuantos que andan por ahí y que se mancan en la intención. Por su parte, la orquesta completó el cuadro con un final de antología.

Faltó algo más. “Cuando en la música clásica el público pide un bis, la orquesta repite alguna de las piezas que ya tocó”, explicó Abel, ya de remera y zapatillas, y eligió volver sobre Pájaro cantor y Como te extraño, con su coro final alla Coldplay, y el hombre con sus brazos en cruz, de frente a su público y una mezcla de emoción, agradecimiento y felicidad por saber que su Universo paralelo, desde ahora, es tan real como el otro. Y que está buenísimo.

Fuente: Clarín.

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